La gastronomía es una ciencia del dolor. Un apetito gourmet puede llegar a ser una amenaza para la salud, pero ni siquiera hace falta contar con él para exponerse permanentemente a los riesgos de una gran comida. Una docena de ostras llevan a cualquier persona con buen gusto a alcanzar cimas inigualables de placer, incluso de éxtasis, y, sin embargo, la decimotercera puede conducir a esa misma persona a la cama con sudores fríos y vómitos. La buena comida por lo general está relacionada con el riesgo: consiste en órganos vivos, sangre, temperaturas oscilantes, conservación, etcétera. Además, están los cortes de digestión que le llevan a uno directamente al infierno.

Siempre he preferido sufrir los estados anímicos bajos de la comida en solitario. Una de las veces que recuerdo haberlo pasado peor recorrí sucesivamente un largo comedor poblado de personas camino del servicio para expulsar en medio de escalofríos lo que acababa de comer y cuando, supuestamente repuesto, volví a la mesa entre la mirada algo preocupada de los comensales que me había visto abandonarla lívido, el camarero me sirvió la continuación. Era en Francia, en un restaurante a orillas del Adour, y se trataba de una persillade de anguila rebosante de perejil y de ajo. Sin probarla, únicamente por el simple hecho de mirarla, tuve que volver de inmediato al lugar donde había depositado el producto de mi primera descomposición.

Hubiera dado algo por estar solo y no acompañado en la comida: sufrir aquel trance horrible con la dignidad del ser herido sin miradas de compasión. Mi acompañante, seguramente también lo hubiera agradecido. Comer en soledad tiene sus inconvenientes pero también ventajas. A falta de conversación le permite a uno centrarse específicamente en la comida y, al mismo tiempo, sembrar inquietud en los restaurantes pendientes de la presencia de un inspector de la guía Michelin.

Si estás solo, dependiendo del lugar, levantas sospechas. Pasas a ser observado, en ocasiones escrutado. Disimulas, ojeas más de una vez la carta, echas el vistazo a una revista que inmediatamente cierras para fijarte en una lámpara o situar la mirada en el vacío. Si tienes a mano Para leer mientras llega el camarero, de José Manuel Vilabella, o El hombre que se comió el mundo, de Jay Rayner, estás salvado. Te acompañará el buen humor de la lectura. Recurres al teléfono para repasar los mensajes que has leído una docena de veces. Se trata de matar el tiempo en tanto que aguardas la comida.

Cuando viajaba sin acompañante y comía solo no había teléfonos inteligentes ni de ningún otro tipo para entretenerse. En la mesa, una vez examinada la copa y los cubiertos, memorizada la carta, elegido el vino, me ocupaba en imaginarme la cocina por dentro como si se tratara de una olla en ebullición. En cierto modo, era así. Más aún: un agobiante submarino, con la tripulación confinada en un espacio opresivo, gobernado por un líder despótico a punto de tener que sofocar una rebelión a bordo. Una tropa educada en la falta de respeto a los que, ajenos a su infelicidad laboral, esperaban afuera los platos. Entre todos hemos hecho un gran esfuerzo por redimir la imagen del cocinero hasta convertirlo, en muchos casos, en estrella rutilante del rock. Algunas de estas estrellas siguen gestionando cocinas con tripulaciones confinadas en espacios opresivos que luchan por salir a la superficie de vez en cuando.

Aceptada la inevitabilidad del hecho de que se come para vivir, unos cuantos hemos decidido que también se vive para comer. De modo que jamás he tenido inconveniente en dedicar una buena parte del tiempo de los viajes en localizar los restaurantes que me gustaría visitar. Todavía lo hago, es posible que con menos entusiasmo que nunca, pero me sigue pareciendo un deber conmigo mismo preocuparme por dónde como o dejo de comer. Si tengo que hacerlo procuro que sea en el lugar adecuado y más placentero. Hacerlo solo significa, además, dedicarle tiempo y un mayor desembolso. Lo tengo más que comprobado. Cuando uno se sienta a la mesa en su única e indesmayable compañía lo hace con todas las consecuencias.

Por regla general come más de lo que debiera y, si es mi caso, la ausencia de alguien a lado no le condiciona a la hora de encargar la bebida y pedir la botella que le gusta. Con el vino por copas, la mayoría de las veces, ocurre como con esas ofertas de viajes que jamás encajan en las preferencias particulares y hay que recurrir a otras que, como es natural, dejan de serlo.

La comida es evocadora por naturaleza. Disfrutar de ella en soledad permite ponerte en el lugar de otros si las lecturas se interponen en el recuerdo. Por ejemplo, me gusta pensar en M.F.K. Fisher que escribió algunas de las páginas mejores de la literatura sobre el arte de comer. Fisher no habla tanto de cocineros -en su época no figuraban en la carta- sino más bien de alimentos y comensales. Lo suyo era exprimir el momento y obtener el mejor zumo.

Como cuando cuenta aquella historia de la joven camarera fanática que conoció en Borgoña una vez que se detuvo a comer en el molino que había comprado un chef de París y convertido en uno de los más famosos restaurantes de Francia. La joven entusiasta recibe a la escritora y la conduce a un comedor en el que no hay ser humano y ninguna otra presencia viva que la de ella, salvo un gato acurrucado en el alféizar de una ventana. Le ofrece un jerez seco, una idea lo suficiente tentadora frente a la oferta generalizada del Dubonnet de los bistrots de pueblo. Le recomienda espalda de cordero a la inglesa, con patatas al horno, judías verdes y un postre de repostería de la casa. Pero Fisher quiere algo más ligero. Tratándose de Borgoña y encontrándose de viaje: trucha. Para ser más exactos truite au bleu.

En ese caso... Pero antes insiste en que debe probar entremeses de Monsieur Paul, el cocinero, que consisten en ocho platillos distintos. Fisher detesta los hors d'oeuvre pero se los come. Ya que estamos: Chablis 1929, una botella. Fresco pero no helado. Tiene que recorrer unos cuantos kilómetros para llegar a su destino pero no se arredra. Para que la trucha se vuelva azul hay que introducirla en el caldo corto cuando está viva.

La camarera se la presenta antes, coleando en un cubo. Después de la trucha se empeña, haciendo caso omiso de las quejas de la comensal, en que no debe marcharse sin comer un pedazo de la terrina de Monsieur Paul y mientras esta lo hace le explica con entusiasmo renovado los patos salvajes, las especias y los vinos que componen el plato. Más tarde le ofrece queso, tarta de manzana y un vaso de marc. Fisher emprende el viaje después de haber comido sola lo que jamás se hubiera atrevido en compañía.