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fin a una guerra de 52 años

El nuevo amanecer de Colombia

Pasado, presente y futuro de un sangriento conflicto cuyo final, que rubricaron el líder de las FARC Rodrigo Londoño y el presidente Santos, se somete al veredicto del pueblo colombiano en referéndum

El nuevo amanecer de Colombia

Ante un número importante de líderes mundiales, ante cientos de miles de testigos que siguieron el acto a través de los medios de comunicación y de Internet y, sobre todo, ante el pueblo colombiano, el Presidente Juan Manuel Santos y el comandante de las FARC-EP, Rodrigo Londoño Echeverri, firmaron el lunes en Cartagena de Indias los acuerdos que ponen fin a una guerra de 52 años. No es baladí señalar que en esta ocasión el presidente Santos se dirigió al líder guerrillero con su nombre de pila y no con el alias de combatiente reforzando el hilo conductor de su discurso: "Bienvenidos a la democracia". Para comprender la magnitud de esta nueva página en la historia de Colombia, conviene dar una mirada, aunque sea a vuelo de pájaro, sobre lo que han sido estos que, como recordó el Presidente Santos citando la letra del himno nacional, han sido de mucho sufrimiento:

"¡Oh gloria inmarcesible!

¡Oh júbilo inmortal!

¡En surcos de dolores

El bien germina ya."

La mañana del 9 de abril de 1948 en Bogotá, la capital de Colombia, caía asesinado el líder del partido liberal Jorge Eliécer Gaitán. Un hombre de pueblo que se había ganado la aceptación de las gentes sencillas y la antipatía de un sector importante de las élites del país, incluso de su mismo partido. Ese día marcó un antes y un después en la fisonomía de Colombia. Ese día empezó la primera oleada de violencia, esta vez partidista, que llenó de sangre los campos de la nación. La respuesta política no se hizo esperar. Los líderes de los dos partidos existentes, el liberal y el conservador, firmaron el acuerdo del "Frente Nacional" con el que se ponía fin a la guerra partidista mediante la distribución alternativa del poder por 16 años. Y así fue, los dos partidos gobernaron al país desde 1958 hasta 1974.

Entre tanto, en las montañas y los campos de Colombia, un grupo de campesinos que estaba, quizá, lejos de las pugnas partidistas, se organizaba para reivindicar unas políticas agrarias que permitiesen un desarrollo con justicia para ellos y sus familias. Colombia, un país eminentemente agrícola, tenía sus campos y a sus pobladores abandonados.

Sus voces fueron silenciadas a sangre y fuego en Marquetalia, un pequeño municipio de Caldas en la región cafetera colombiana. Este suceso, con permiso de los historiadores, fue el detonante para la creación, por parte de Manuel Marulanda Vélez, de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia - Ejército del Pueblo (FARC-EP) con quienes el lunes pasado se firmaron los Acuerdos de Paz. Corría el año 1964.

La movilización campesina, como lo recordó el portavoz de las FARC-EP en la iniciación de los fracasados diálogos del Caguán en el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), buscaba llamar la atención de los líderes de la política y de la economía del país para que volvieran su mirada al campo y sentaran las bases para una reforma agraria que permitiera el desarrollo con justicia social para sus pobladores. Ese era el discurso de la primera hora de las FARC, sin embargo, éste no tardó mucho tiempo en agregar otras reivindicaciones con un marcado sabor político. El bipartidismo, "canonizado" por el Frente Nacional, que dejó fuera del escenario político a los pequeños movimientos que querían hacerse un lugar para aportar a la construcción democrática de la nación, fue el segundo factor que hizo que aquél grupo de campesinos decidiera irse a las montañas para, desde allí y con las armas, presionar los cambios políticos que demandaban.

En la década de los años 70, además de las FARC-EP y del Ejército de Liberación Nacional - ELN de creación en los 60's, surge el M-19, una guerrilla de carácter popular, que hunde sus raíces en la Alianza Nacional Popular - ANAPO, partido liderado por el General Rojas Pinilla, que en las elecciones del 70 fue víctima de un claro fraude. Es precisamente con este movimiento con el que se tiene el primer acuerdo de paz exitoso siendo presidente de Colombia Virgilio Barco (1986-1990).

La década de los 80 marca un cambio de ruta y de orientación. Las reivindicaciones, originariamente campesinas, no son inmunes al influjo de uno de los actores más violentos del conflicto colombiano, el narcotráfico. Los señores de la droga, de los que se han escrito decenas de libros y rodado unas cuantas películas y series como la actual Narcos de Netflix, lograron permear casi todas las estructuras sociales del país y, su sombra de muerte se extendió por toda la geografía.

La guerrilla de las FARC-EP, que empezó su relación con los carteles de la droga ofreciéndoles seguridad a sus campos de cultivo y a sus pistas de aterrizaje clandestinas no tardó en convertirse en relación comercial hasta desembocar en la llamada narcoguerrilla cuando, ante la eliminación de los carteles de Medellín y Cali, las FARC se hicieron con el negocio de las drogas ilícitas.

Esta deriva del grupo guerrillero marca un antes y un después en el tratamiento que el Estado, la Comunidad Internacional y la sociedad civil le dio a la guerrilla. Ciertamente, en un escenario de diálogo, no se podían sentar en igualdad de condiciones quienes defendían un discurso político, con quienes se dedicaban a un negocio ilícito.

La nueva página, el presente, no es inédita, por lo menos cinco procesos de paz se llevaron a cabo con este grupo guerrillero en estas cinco décadas. Destaco dos: el primero, que se concretó con la creación de la Unión Patriótica, que no tuvo un final feliz pues los líderes de ese movimiento fueron aniquilados de manera sistemática. El segundo, el de las zonas de despeje del Caguán, con un final igual o peor que el primero. Con este nuevo proceso, que los colombianos esperamos que sea el definitivo, deseamos que se ponga fin a la espiral de la violencia tal como la definió el Obispo brasilero Hélder Câmara: la injusticia social que margina a cientos de hombres y mujeres genera la violencia subversiva y, ante esta, los estados responden con la represión. Los tres momentos generan un bucle de muerte y destrucción en el que, desafortunadamente, muchos inocentes son las víctimas.

Esta etapa de la historia del conflicto con las FARC inicia en el 2012 con las conversaciones tendientes a explorar las condiciones de posibilidad de un diálogo entre el Estado y la guerrilla. Los buenos oficios de la comunidad internacional y la disposición de las dos partes se materializaron en la Mesa de negociación de La Habana. Han sido cuatro años de idas y venidas, de apoyos y resistencias, de sombras y de luces que se concretaron con la firma de los acuerdos el pasado lunes a la espera de la refrendación por parte del pueblo con el plebiscito por la paz que se vota hoy.

Claves del éxito

Después de los dos intentos anteriores, ¿por qué este ha llegado más lejos? La negociación de la agenda. 52 años de confrontación no se pueden borrar de un plumazo pues son muchas las aristas y los entresijos de la historia de este conflicto. Ante el sinnúmero de temas y vetas de negociación, la delimitación de la agenda ha sido un factor determinante para encauzar el trabajo de los equipos negociadores. Creo que este ha sido uno de los factores que pueden marcar la diferencia con los fallidos diálogos del Caguán que definieron una agenda tan amplia y con tantos actores vinculados al proceso que los hizo inmanejables. Los resultados ya se conocen.

El enfoque territorial de los acuerdos es quizá la clave más importante de cara a la resolución originaria del conflicto: la causa campesina y las políticas agrarias. Lejos del afán centralista que acusan muchos estados, este acuerdo pone su acento en las periferias, en las regiones que más sufrieron el abandono del Estado convirtiéndose en un humus propicio para la insurrección. Este enfoque territorial será definitivo a la hora de implementar el primer gran capítulo de los acuerdos: Hacia un nuevo campo, reforma rural integral. La que ayer fue la Colombia olvidada, gracias a la paz, será uno de los lugares desde donde surja una nueva patria construida sobre las bases del desarrollo con justicia.

La tercera clave es la asunción del enfoque de la justicia transicional que, como dijo el pasado agosto en La Habana el jefe del equipo negociador del gobierno, Humberto de La Calle, no es la prima pequeña de la justicia. Este enfoque, con sus cuatro momentos estratégicos, ayudará de manera particular en la gestión de los temas relacionados con las víctimas que conforman el capítulo quinto de los acuerdos. El aparato de justicia transicional que se acordó en la Habana será, en adelante, un referente para la resolución de conflictos a nivel internacional ya que esta es la primera vez en la historia del sistema internacional de estados en que las dos partes negociadoras construyen, mano a mano, el sistema de justicia, no hay imposición de un sistema. Así mismo, este sistema de justicia tendrá como órgano extrajudicial una comisión de la verdad, necesaria para caminar hacia la reconciliación.

La apuesta por la paz no puede ser ingenua, requiere mecanismos que la doten de una estructura sólida de modo que no quede al albur de los actores estratégicos de turno. El trabajo por esclarecer la verdad, el esfuerzo transparente por búsqueda de la justicia, la humildad y el valor para reparar a las víctimas y la honestidad para garantizar la no repetición son, sin duda, elementos determinantes para que la paz firmada sea duradera y sostenible.

Los acuerdos

Su largo texto, 297 páginas, está dividido en dos partes: la primera, en la que se desarrollan los seis capítulos que mencionaré abajo y, la segunda, que contiene los protocolos y los anexos necesarios para su implementación.

El primer capítulo, hacia un nuevo campo: reforma rural integral, recoge las propuestas que harán posible la generación de políticas públicas que favorezcan el desarrollo rural. Desde la distribución y restitución de tierras hasta la asesoría técnica, se propone un nuevo marco de convivencia para este sector tan importante de la nación.

El segundo capítulo está dedicado a la participación política y a la apertura democrática para construir la paz. Responde al viejo anhelo de aquel grupo de campesinos de tener espacios en el escenario político. La posibilidad de formar un partido político, como en su momento lo hiciera el M-19, les permitirá entrar en el debate de las ideas y cambiar las balas por los votos. Como novedad, en los primeros años del posconflicto se crearán 16 circunscripciones transitorias especiales de paz con el objeto de dar voz y voto en el Congreso de la República a aquellas regiones que, por causa del conflicto, se mantuvieron al margen de la actividad política. En este tema será de vital importancia la participación ciudadana y el acompañamiento internacional para evitar que las armas o la intimidación sean utilizadas en la pugna por el favor popular.

El tercer capítulo, con el escueto nombre de fin del conflicto, desarrolla todo lo relacionado con la dejación de armas, la creación de una veintena de zonas veredales (unidades en las que se dividen los municipios rurales en Colombia) transitorias de normalización y las asignaciones económicas necesarias para garantizar la reinserción de los combatientes a la vida civil.

La experiencia negativa vivida con la Unión Patriótica está a la base del punto tercero de este capítulo en el que se establecen las medidas de seguridad para los antiguos combatientes y para quienes conformen el partido político y en el que se demanda el compromiso del Estado para evitar la acción de los llamados grupos paramilitares. Como mecanismos de garantía se establece un complejo mecanismo de verificación y seguimiento de los acuerdos en los que la comunidad internacional juega un papel trascendental.

La solución al problema de las drogas ilícitas y la sustitución de cultivos son los temas del cuarto capítulo. Es complicado porque no está únicamente en las manos del Estado colombiano y de la guerrilla de las FARC acabar con este flagelo. Además de los cultivadores y procesadores están todas las mafias de distribución que han hecho de este delito uno de los negocios más rentables del mundo. El compromiso que se le pide a la guerrilla es el abandono de este negocio y una implicación verdadera en la tarea de sustitución de cultivos. Aquí hay un punto delicado y frágil pues no podemos desconocer que la tarea de reconstrucción del campo puede tardar varios años y con rendimientos que están muy lejos de los que proporciona el negocio de la droga. ¿Cómo garantizar que los antiguos combatientes no se conviertan en trabajadores de los carteles de la droga? La solución del problema del narcotráfico es el que tendrá mayores costes, pero será el clave para quitarle la gasolina a la guerra.

Un capítulo importante es el que tiene que ver con el acuerdo sobre las víctimas del conflicto que tiene como marco normativo la justicia transicional. Un punto álgido y sensible para la ciudadanía por el temor a la impunidad que dejaría sin castigo a los autores de crímenes de lesa humanidad o que le otorgue carta de ciudadanía a quienes se dedican a delitos tan deleznables como el tráfico de drogas. Las estructuras que prevén los acuerdos tienen un entramado jurídico complejo en el que la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) ocupa un lugar preponderante .

El capítulo final está dedicado a la implementación, verificación y refrendación de los acuerdos. Todos los temas anteriores son de suma importancia, pero es en este dónde se juega gran parte de la sostenibilidad de los acuerdos. El acento está puesto en la formulación del Plan Marco para la Implementación de las políticas conducentes al establecimiento de la paz.

Una comisión será la encargada de diseñar la estrategia que, en el futuro próximo, se ha de incorporar al cuerpo constitucional del país. Este Plan Marco va mucho más allá de la dejación de armas con su respectiva verificación, es la formulación de un plan nacional de desarrollo que cierre las enormes brechas sociales entre los colombianos que fueron las que originaron los movimientos insurgentes.

La paz sostenible dependerá de la buena gestión del posconflicto y de la generosidad de todos los colombianos para hacer posible que esta dolorosa página se pase definitivamente y que, con la ayuda de Dios, no se vuelva a repetir.

Una mirada hacia el futuro

Los colombianos se merecen un país en paz. Es el momento de mirar con ilusión el futuro y de darle una oportunidad a la paz. El camino no será fácil, habrá que superar escollos y arar los corazones de quienes se resisten a dar una oportunidad al perdón y a la reconciliación. Unos y otros hemos de estar vigilantes, con una implicación propositiva, para exigir de las partes en conflicto el cumplimiento y la verificación de los acuerdos.

Es la hora de la paz, de construir el sueño de la nación grande que está llamada a ser un actor estratégico y protagonista del desarrollo de América Latina.

Es la hora de la grandeza y de la generosidad para extender las manos y ofrecer el perdón.

Es la hora de la unión de todas las fuerzas para diseñar la pedagogía de la paz y hacer posible que en nuestra patria se genere un clima favorable a la paz y la reconciliación.

Es la hora de abrir los ojos para traer a nuestra memoria los millones de víctimas que ha dejado esta guerra. Su sangre derramada nos tienen que taladrar el corazón para decir: por ellos, por tanto dolor y sufrimiento, ¡nunca más!, ¡no más guerra!

Es la hora de Colombia. No dejemos que nos secuestren la ilusión y nos roben la utopía. El mañana de paz lo construiremos todos. Desde estas tierras canarias hago una invitación a los colombianos que hoy acuden a las urnas para refrendar los acuerdos de paz a que bajen la intensidad a la dialéctica y la confrontación entre los impulsores del sí y del no y a que tengan en el horizonte no sus intereses personales sino el de todas y todos los colombianos.

¡Cesó la horrible noche! Como católico quiero terminar pidiendo al Dios de la Misericordia que bendiga mi país con el don inestimable de la paz y que, con su ayuda, hoy estemos abriendo las puertas para contemplar un nuevo amanecer.

El colombiano Javier Castillo Rodríguez es sacerdote jesuita y director del Centro Loyola de Canarias

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