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Cuando Havel propinó la patada a la puerta

Los checos conmemoran los ochenta años del nacimiento del presidente dramaturgo que lideró la Revolución de Terciopelo

Cuando Havel propinó la patada a la puerta

De no haber muerto, Vaclav Havel (1936-2011) habría cumplido el pasado miércoles 80 años. La República Checa celebró el cumpleaños de uno de sus grandes héroes en la Plaza Wenceslao, escenario y testigo de los grandes episodios nacionales y, por tanto, de la Revolución de Terciopelo que trajo en 1989 la caída del régimen comunista. Havel fue uno de los impulsores de la Carta 77, el manifiesto por el que se pedía a los dirigentes de Checoslovaquia adherirse a los principios que se habían comprometido a ratificar en la Declaración de la ONU sobre los Derechos Humanos. Supuso el inicio del fin de la opresión totalitaria.

A raíz de haber firmado la Carta 77, el dramaturgo Havel fue detenido en tres ocasiones en el período de dos años. Los diez siguientes, hasta muy poco antes de asumir la jefatura de estado como primer presidente de la nueva democracia, los pasaría bajo estrecha vigilancia policial.

La última de sus detenciones vino precedida de una "alteración del orden público" que él mismo contó en su día con innegable sentido del humor. El artículo, algo olvidado, resurge estos días en el humus junto a otros recuerdos sobre el hombre que acuñó aquello de que la esperanza no es la convicción de que las cosas saldrán bien, sino la certidumbre de que algo tiene sentido sin importar el resultado final.

La patada de este relato que Vaclav Havel propinó a la puerta tenía todo el sentido del mundo. Demos marcha atrás. Era la medianoche de un domingo y el dramaturgo se encontraba en Praga con un par de amigos buscando el lugar donde poder beber una copa de vino. No era una misión fácil, pero asombrosamente dieron con uno. Como solía suceder en aquel tiempo, la puerta del establecimiento estaba cerrada. Llamaron y sonó la campana. Nada. Un instante después insistieron. Nada.

Un minuto después decidieron volver a intentarlo con algo más de brío, y nuevamente nada. Justo cuando estaban a punto de marcharse, la puerta del local se abrió, no para ellos sino para que el camarero despidiese a unos clientes. Havel y sus amigos aprovecharon la oportunidad para, cortesmente, preguntar si podían entrar. El camarero no se molestó en responder: el lugar estaba lleno y sólo admitía amigos. No hizo ningún aspaviento, ni siquiera se dignó a mirarlos. Recibieron un portazo en sus caras.

En realidad, nada debía sorprenderles; cosas similares sucedían cada noche en Praga en los pocos restaurantes y bares que todavía permanecían abiertos a los ciudadanos comunes. La mayoría de eran cotos exclusivos de los jerarcas comunistas y sus acompañantes de turno.

Lo extraordinario vino a continuación. Furioso, Havel, comenzó a patear salvajemente la puerta del bar. Para su sorpresa no pasó nada; debía de estar hecha de un vidrio muy resistente. Enseguida se avergonzó de su actitud, él mismo se daba cuenta de que actuaba como un gamberro callejero y, sin embargo, ser consciente de ello no influía en su comportamiento.

La puerta, pensó para reconfortarse, pagaba por toda la arrogante indiferencia, el desprecio, la humillación, la crudeza y la falta de respeto en su país. Por la espera en las oficinas públicas, las largas colas en los grandes almacenes, por todas las instituciones que no respondían a sus cartas, los policías que se dirigían a él como un lacayo. Pudo haber pagado por los sicarios que golpearon al filósofo Ladislav Hejdanek y por la insolencia de los burocrátas. Su enojo era la explosión de un hombre impotente que despierta por una pequeña humillación que parecía simbolizar toda la enorme humillación que pesaba sobre su vida. La patada de Havel era la patada de un pueblo al régimen que le oprimía.

Lo siguiente bien podía habérselo esperado. El camarero, una enorme montaña de carne, reapareció. Lo agarró por el cuello y, con la ayuda de un amigo, lo transportó a la barra. Comenzaron a golpearlo, diciendo que era un sinvergüenza y que iban a llamar a la Policía que le daría la paliza merecida. No fue así, cuando dejó de divertirles lo soltaron sin ocasionarle daños serios. La consecuencia más grave, según contó después el propio Havel, fue sentir una vez más los latidos de la humillación. La puerta caería derribada más tarde.

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