Durante la rebelión bóxer de 1900 -los famosos y terribles 55 días de Pekín-el periodista australiano George Morrison fue probablemente el único occidental que vivía en la Ciudad China. El resto permaneció en el barrio de las legaciones atenazado por el miedo. Morrison, al que se le conocía por "el Chino", era posiblemente también el único que sabía interpretar con cierto rigor lo que estaba sucediendo alrededor: sus conocimientos del mandarín hacían de él un vehículo de transmisión fiable en una situación desesperada, por no decir límite. Tras un viaje por los lugares más remotos de Asia se había instalado en una casa en medio del tráfago local de callejuelas inmundas alejadas del recinto imperial y del barrio donde residía la comunidad internacional. Nadie podía entenderlo, salvo él.

Desde allí haciendo uso de sus conocimientos y de cierta temeridad aventurera escribía para el "Times" de Londres la clase de crónica que los lectores querían leer plácidamente sobre lo que estaba sucediendo a miles de kilómetros de distancia de Trafalgar Square. La base argumental era casi siempre la misma: chinos fanáticos cegados por el odio hacia el blanco amenazan a los civilizados ingleses. Todo ello lo cargaba con suficientes dosis de dramatismo. Morrison, agudo observador literario de la actividad febril de los bóxers, inauguró entonces un método que décadas más tarde aplicarían en parte decenas de corresponsales extranjeros en Saigon cuando no era fácil transmitir las sensaciones del final de la guerra de Vietnam, y lo que no podían ver se lo imaginaban en los despachos urgentes que les reclamaban los periódicos y las agencias de noticias. Morrison fabulaba pero, cuando menos, tenía el coraje de aguantar el tipo en un territorio que empezaba a mostrarse hostil, sin que nadie garantizase su supervivencia y cuando lo más fácil era que le rebanasen el cuello.

Tenía gran aplomo y no dejaba de advertir al desorientado cuerpo diplomático la rebelión que se iba a desencadenar en los días siguientes. "Veo bóxers por todos partes clamando venganza contra los extranjeros que intentan destruir sus creencias religiosas e imponer su política...", escribía. Al gentleman apoltronado en el Club Boodle, de la calle St. James, se le erizaban los pelos del bigote leyendo cosas por el estilo.

La mecha de la rebelión bóxer se prendió en noviembre de 1899 en una pequeña aldea de la provincia de Shandong donde unos misioneros reclamaron un templo local que según ellos había sido confiscado a la Iglesia Católica por el emperador Kangxi algo más de dos siglos antes. Los lugareños se opusieron mientras que las autoridades locales mediaron a favor de los religiosos extranjeros que finalmente se apropiaron del edificio. En respuesta a ello los campesinos, sublevados, bajo el mando de los bóxers, atacaron la iglesia. La llama se propagó por toda China hasta alcanzar Pekín y con ella el descontento de la población por la injerencia económica y política de las potencias europeas. Entre los chinos se conoció como el levantamiento de "los puños rectos y armoniosos", el nombre de la sociedad secreta que les unía. Para los occidentales eran simplemente los bóxers, en inglés boxeadores, por sus rituales de artes marciales (boxeo y esgrima) que, según ellos mismos pensaban, les hacían invulnerables a las balas.

El "Chino" Morrison fue el primero en ver cómo la rebelión se empezaba a organizar en la mismísima capital del imperio celeste con el fin de liquidar a los extranjeros y erradicar su influencia maligna.

Era un tío listo, Morrison. Y práctico. Las enseñanzas que obtuvo de China supo también aplicarlas en beneficio propio en asuntos que tenían que ver con sus ingresos. Allí venía siendo costumbre contestar con humildad a las preguntas rebajando las expectativas del interlocutor para dejarlo a él en buen lugar. Si alguien elogiaba el aspecto de uno, éste debía decir que no era nada comparado con la magnífica presencia del que le ensalzaba con sus palabras.

El caso es que, tras su tempestuosa estancia en Pekín, el corresponsal viajó a Londres a despachar con sus jefes del "Times" entre los que se encontraba el director, que le invitó a cenar en compañía de otros. Durante la comida le preguntó: "Dígame Morrison ¿qué tal es el director del 'Diario de Pekín', se lleva bien con él?". "Muy simpático y muy curioso -respondió- Empezó preguntándome cuánto cobraba". "¿Y usted qué le dijo?", preguntó a su vez el director del "Times", "¿Qué podía contestarle? Pues, nada, que una insignificancia comparada con su augusta presencia". El jefe de Londres no estaba familiarizado con las normas de cortesía chinas, así que cuando se fueron los demás invitados volvió a dirigirse a Morrison: "Pero vamos a ver ¿cuánto cobra usted?". El periodista le dijo la cifra y el director se apresuró a responder: "La verdad no es gran cosa pero no tenía que dejarnos tan mal delante de los chinos. Así todo, le aumentaré el sueldo". Ya digo, un tipo astuto.