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Otro amanecer sobre el Trópico

Estela, Miguelito y Orestes: fogonazos rescatados del tiempo en que la Cuba castrista atravesaba el periodo más difícil de su última y deprimente historia

Un guía turístico hace un recorrido a un grupo de turistas en el centro de La Habana. EFE

Aunque no siempre resulta fácil adivinar la edad de las caribeñas, Estela no debía de llegar a los cuarenta años. Negra abetunada, atendía la comanda de uno de los restaurantes del complejo hotelero de Cayo Largo, en la Cuba del "período especial" de principios de los noventa. Tras advertirnos de que la única carne disponible de la carta era el pollo -la ternera estaba ausente, y su alternativa consistía en las insípidas langostas que servían en la parrilla a precios de Miami y que sólo se podían comer disfrazadas con un guiso de chiles-, desviaba su mirada hacia las revistas que había dejado sobre la mesa a la hora de almorzar. Un día la invité a que se las llevara y, a cambio, me regaló una amplia sonrisa de agradecimiento. Corrió con ellas a una esquina del mostrador y, algo a escondidas, se puso a hojearlas. Otro, le hice notar en que me había llamado la atención su interés por la lectura y le pregunté qué era lo que más le gustaba leer. Confesó su debilidad: "Las novelitas de Corin Tellado". Pero acto seguido añadió que le resultaba imposible encontrarlas, que el régimen las había retirado de la circulación por tratarse de una literatura contrarrevolucionaria, es decir perniciosamente burguesa.

La compadecí y, de paso, también lo hice con la humanidad cuando en las más difíciles encrucijadas se encuentra con situaciones como aquella: una tiranía que a falta de otros argumentos prohíbe a la camarera de un restaurante turístico refugiarse en historias de amor para escapar por un momento de la alienante situación en la que vive. La secuencia me produjo castroentiritis incluso antes de conocer la feliz conclusión de Guillermo Cabrera Infante en "Mea Cuba". Algo compungido le prometí a Estela que a la vuelta, desde España, le enviaría un paquete por correo con las "novelitas" de Corín Tellado. Me dijo que no me molestara porque no iban a llegar a sus manos, alguien se encargaría de ello. Así todo, pensé, lo voy a intentar. Jamás supe lo que ocurrió con las novelas y tampoco lo que fue de Estela.

En el mismo complejo, trabajaban Miguelito, su padre y su hermano, entreteniendo con las canciones de siempre a los turistas. Una noche, después de escuchar por enésima vez el mismo bolero, me hablaron de un viaje a Madrid y de cómo el muchacho que no había vivido en la Cuba prerrevolucionaria y por tanto conocido el consumo se desmayó en El Corte Inglés al ver las estanterías repletas de alimentos y de todo tipo de cosas para comprar. Miguelito, contaron, tuvo que recibir atención sanitaria para reponerse del choque. Su padre, que era abuelo, me pidió si podía comprarle en la diplotienda unos jabones de regalo para la nieta que cumplía años. Manejaban dólares de las propinas pero no tenían donde gastarlos: a los jabones, un artículo de lujo, sólo tenían acceso en ese tipo de establecimientos los extranjeros y los miembros del aparato castrista que gozaban de privilegios. En cualquier caso eran afortunados en comparación con los que sólo disponían de pesos.

Cerca del hotel de Cayo Largo se encontraba playa Sirena. De aguas turquesa y cristalinas, el baño allí es un deleite para los sentidos. Resulta más difícil ahogarse en una bañera que en ella. Del servicio de salvamento y socorrismo de aquel lago azul, se encargaba Orestes que había sido campeón de natación en la Isla y olímpico por Cuba. Pasaba las horas mano sobre mano con la mirada perdida en el horizonte y, cuando no había moros en la costa, se sumergía para pescar un loro, una vieja, una cabra, o cualquier otro ejemplar, y asarlo en un pequeño fuego que improvisaba su compañero.

No recuerdo el nombre, era muy simpático, atendía el carrito de las bebidas de la playa y disponía de un humilde brasero. No podían pescar pero desafiaban la prohibición para evitar tener que comer todos los días el insoportable rancho de frijoles achicharrados. Un día compartiendo uno de aquellos peces con los dedos me contaron que eran de La Habana y que vivían en un barracón al lado de la playa temporada tras temporada. En Cuba, siempre era verano para los de fuera y sólo dos veces al año podían pasar unos días con la familia.

Otra de esas mañanas en Playa Sirena, en el carrito del compañero de Orestes nos dio palique un quintacolumnista argentino de vida acomodada, uno de esos turistas del ideal que tan bien retrató Ignacio Vidal Folch. Tumbado, con el ombligo al aire, los animaba a resistir. "¡Patria o muerte, venceremos!". Miré a Orestes y su compañero. Me sonrieron con la tristeza de los resignados.

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