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Entrevista a Antón Costas

"La desigualdad es la enfermedad de nuestro tiempo"

"Es necesaria una subida general de salarios en las empresas que están en condiciones de hacerlo", explica el catedrático de Política Económica

"La desigualdad es la enfermedad de nuestro tiempo"

Como sistema en perpetua muda, el capitalismo tiene un rostro cambiante que Antón Costas Comesaña (Masaná, Vigo, 1949), catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona, describe en su libro más reciente. "La nueva piel del capitalismo" (Galaxia Gutenberg), del que es coautor junto con el también catedrático Xosé Carlos Arias, expone las ideas y procesos que en el pasado más reciente pusieron en evidencia las perversas floraciones del sistema, ahondando el sufrimiento de una gran parte de la población. Costas, a punto de despedirse de la presidencia del Círculo de Economía, el foro catalán de debate sobre políticas económicas y sociales, defiende, con capacidad expositiva muy profesoral, un capitalismo sostenible.

¿El capitalismo es tan cambiante como sugiere el título de su libro?

Es un sistema muy mutante, hay muchas formas de definirlo. "La nueva piel del capitalismo" quiere reflejar esos cambios y, en particular, cómo en nuestro tiempo recupera aquella envoltura que ya tuvo a finales del siglo XIX y las tres primeras décadas del siglo pasado. La desigualdad ha adquirido niveles extraordinarios, casi sorprendentes. Ha vuelto la tendencia monopolista y, en el caso español, la cartelización con acuerdos entre empresas para fijar precios. El tercer rasgo es la extraordinaria intensidad que ha alcanzado la dimensión financiera dentro del conjunto de la actividad económica. Y, como cuarto rasgo, la dificultad que el sistema vuelve a tener para crecer y generar empleo. Dicho de otra manera: en los últimos treinta años se ha roto esa conexión tan maravillosa entre crecimiento económico y progreso social. Esa ruptura es uno de los rasgos más característicos de esa nueva piel del momento presente.

Desde esa perspectiva histórica que usted traza lo que vivimos en realidad es una regresión.

No sé si exactamente una regresión. Decía Oscar Wilde que la historia no se repite, pero rima. En estos rasgos hay elementos de rima con respecto a hace un siglo. No diría que es un retroceso. Veo al capitalismo como un sistema muy dinámico, maniacodepresivo o bipolar, con fases de euforia, en ocasiones muy fuerte, como la que vivimos en los diez o quince años anteriores a 2008, seguidas de depresión. Pero el capitalismo ha mostrado capacidad para salir también de esas fases, a veces con mucho dolor y sufrimiento por parte de un segmento muy importante de la sociedad, como ocurre ahora. Podríamos resumirlo en el título de un libro de un autor italiano: el capitalismo tiene los siglos contados, no está abocado a sus desaparición como anunciaba Marx.

Ustedes afirman que buena parte de los daños causados por la crisis "son autoinfligidos". ¿Por qué?

La crisis económica que estamos viviendo tiene su origen muy claro en la crisis financiera de 2008. A lo largo de la historia, no siempre las crisis financieras acaban en una crisis económica, y a la inversa. Pero cuando se unen ambas se produce uno de las peores circunstancias del sistema. La segunda recesión europea, la que va desde 2010 hasta fina de 2014, es una crisis económica autoinfligida por las autoridades europeas, por el BCE y las autoridades nacionales. Cuando se produce la debacle de 2008, la gran recesión posterior fue universal, todos los países del mundo la sufrieron de una forma más o menos intensa. Sin embargo, a partir de 2010, sólo una región económica del mundo vuelve a la recaer: la eurozona. Ésa fue una crisis autoinfligida por políticas necias y por ideas económicas equivocadas.

¿No hay un tendencia excesiva a revisar las ideas económicas imperantes en un momento determinado?

Hay que distinguir entre pensamiento económico general y su aprovechamiento empírico. Los economistas disponen de una gran caja de herramientas conceptuales, pero los responsables de la política económica utilizan un número muy reducido de ellas. Recurrir a un solo tipo de instrumental, como fue la idea de austeridad en Europa, es una cuestión relevante que no tiene una fácil explicación. En el pensamiento político-económico es muy dominante esa expresión de la TINA, las siglas de "there is no alternative", "no hay alternativa". Es muy frecuente que los gobiernos, cuando quieren llevar adelante una política económica con fuerte contenido ideológico, abracen esa idea de que no hay alternativa, de que la economía no da otras opciones. Eso no es verdad. Hay que distinguir entre lo que conocemos los economistas y lo que después se aplica en condiciones concretas con un fuerte sesgo ideológico y, a veces, hasta teleológicos, con cierto cariz religioso.

Leyendo su libro queda la impresión de que los peores enemigos del capitalismo están en el propio corazón del sistema y no protestando en la calle.

Sí, los peores enemigos del capitalismo son los propios capitalistas.

También deja un poso de incertidumbre su advertencia de que no podemos dar por cerrada del todo la crisis.

No se puede dar por acabada. Si vemos el paisaje que queda después de todo lo ocurrido en estos años, nos encontramos con dos problemas importantes. Uno es de corto plazo y urgente. Consiste en cómo gestionar la situación económica actual, especialmente en Europa, para no caer en una tercera recesión. Se trata de resolver cómo recuperamos la política fiscal para evitar un mayor deterioro del que estamos sufriendo y que no se consolide el desempleo de larga duración. Hasta la llegada de Mario Draghi, el Banco Central Europeo fue como un hospital de sangre gestionado por testigos de Jehová, a los que su religión monetaria impedía hacer transfusiones de crédito. Fue lo contrario de lo que estaban haciendo Estados Unidos o Gran Bretaña. La política de Draghi era necesaria, pero comienza a mostrar limitaciones. Eso obliga a poner en marcha una política fiscal verdaderamente europea, como hizo la Administración Obama, algo que no será fácil porque la UE carece de un presupuesto fiscal propio. Europa necesita política fiscal, gasto e inversión pública, pero mi gran temor es que la UE vaya a ampliar la inversión pública no a través de infraestructuras, de inversión civil, sino a través de gasto militar.

¿Y el segundo problema al que aludía?

El segundo problema afecta al orden económico y político liberal vigente desde la Segunda Guerra Mundial. Consiste en definir cómo reparamos el sistema económico y el sistema democrático.

Ustedes apuntan que en estos años se acometieron muchas reformas, pero falta una crucial para meter en vereda ciertos excesos del sistema.

La crisis del 29 fue provocada porque los bancos de depósitos, en los que la mayoría de la gente normal tenemos nuestro dinero, se dedicaron a hacer inversiones especulativas junto con la banca de negocios. En el 33, la ley Glass-Steagall, que luego se copió en todos los países, prohibió a la banca comercial esas operaciones. Fue una regulación fantástica, que duró hasta 1999, cuando la Administración demócrata de Clinton la suprimió, creyendo que ya no hacía falta. Ésa es la semilla del desastre que empezó en 2008. Desde entonces se ha avanzado mucho, pero no lo suficiente, en meter el genio financiero de nuevo dentro de la botella. Pero hay otra reforma a la que le doy mucha importancia y de la cual no se habla, que es la del propio capitalismo productivo. Asistimos a un aumento extraordinario de las fusiones de empresas en todos los sectores. Esta monopolización tiene dos efectos muy perversos: resta dinamismo a la economía, al cerrar el paso a la competencia, y resta renta a los hogares a los que se les impone unos precios no competitivos. Ésta es la gran reforma pendiente en España, en Europa y diría incluso que en la economía internacional.

Ustedes advierten también del grave problema de la desigualdad. Afirman incluso que la desigualdad lleva "a una pérdida de la legitimidad del capitalismo", algo que podría suscribir Pablo Iglesias.

Sin duda, porque no deja de ser una persona inteligente, aunque no coincidamos en ciertos planteamientos. La desigualdad es la enfermedad de nuestro tiempo. Aunque algo menos en Europa, en Estados Unidos se ha vuelto a niveles de desigualdad de hace un siglo. Ese desequilibrio tiene tres consecuencias tremendas. La primera es económica: la desigualdad vuelve bipolar al capitalismo. La segunda es que sirve de indicador anticipado de conflictos sociales muy importantes, porque actúa como un disolvente poderoso que destruye el pegamento del contrato social que toda sociedad necesita. Y tercero, a través de ese conflicto, la desigualdad asesina la democracia, acaba generando populismo de todo tipo que, como sabemos por la experiencia de los años 30, terminan muy mal.

También hacen un reproche a la socialdemocracia, que al centrarse en exceso en su clientela natural ha olvidado otros desequilibrios más profundos.

Es un reproche matizado. Una de las causas de la crisis actual de la socialdemocracia es que ha conseguido los objetivos que perseguía en los años 50 y 60 en los países desarrollados y en los 70 y 80 en España. Ha conseguido desarrollar eso que llamamos Estado del bienestar, que ha dado a la economía y a la sociedad unas décadas prodigiosas. Hace treinta años no nos hubiésemos creído que los programas sociales fueran a alcanzar entre el 30 y el 40 del PIB. Ese éxito ha provocado rendimientos políticos decrecientes a la socialdemocracia y a la cristianodemocracia. A partir de los años 80, y especialmente entre los socialistas franceses, hubo una confianza desmedida en los efectos benéficos para todos de la globalización financiera. Después del fracaso de Mitterrand, los socialistas franceses, en muchos casos al frente de los grandes organismos económicos, confían en exceso en el cosmopolitismo. Fue la teoría del rebose, de pensar que aunque en un primer momento los beneficios se redujeran sólo a un sector, al final alcanzarían a todos por ese efecto de desbordamiento. Esta mística del cosmopolitismo optimista, casi dogmático, hizo mucho daño a la socialdemocracia, que ahora tiene que repensar ese orden mundial, retocar aspectos de la globalización y dar mayor margen a las economías nacionales. A lo largo de estos años ha aparecido una realidad social tremenda, como es la de los nuevos pobres, personas que teniendo un empleo no puede vivir de los ingresos que les genera su trabajo.

¿Considera que hay que buscar fórmulas para revertir la contracción de los salarios en estos años?

Sin duda. Como apunta uno de los epígrafes del libro, contra la desigualdad hay que luchar por tierra, mar y aire. Eso significa que no hay que combatirla no sólo a través de los impuestos y los gastos públicos, lo que llamamos convencionalmente la redistribución, que opera después de la distribución que se hace en el seno de la economía, es decir, en las empresas, entre salarios y beneficios. Hay que actuar en las empresas a través de las retribuciones y hay que hacerlo a través de los salarios mínimos, pero, sobre todo, a través de una subida generalizada de salarios en muchas empresas que están en condiciones de hacerlo. Si alguien piensa que defender esos aumentos es propio de alguien contrario a la economía de mercado le recordaría que hace poco fue el propio Mario Draghi quien dijo que Europa necesita una subida salarial.

¿Con el paro y la precarie-dad, estamos dejando a las generaciones jóvenes sin horizonte vital?

Tengo tres hijas jóvenes que están sufriendo un poco las consecuencias de este marasmo que atravesamos, pero no soy pesimista respecto al futuro, todo dependerá de lo que hagamos. El pesimismo está sobrevalorado. Es verdad que hay un reto social muy importante para dar garantía de futuro a la generación más joven. Cuando, y con razón, nos obsesionamos con el problema de las pensiones, nos olvidamos de la perspectiva de esa generación. Al igual que en otra época el problema fue la precariedad de los mayores, hoy el riesgo es la pobreza de los jóvenes. Tenemos que ser capaces de diseñar programas y seguros público-privados que garanticen en el futuro a los jóvenes fuentes de ingresos en caso de desempleo o enfermedad. Junto con el de la demografía, ése es uno de nuestros grandes retos.

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