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Un verdadero aldeano sajón

Quinientos años de la reforma de la Iglesia católica que tuvo como resultado el nacimiento del luteranismo

Un verdadero aldeano sajón

Este año se cumplen quinientos años de la reforma de la Iglesia católica que tuvo como resultado el nacimiento del luteranismo, debido al fraile agustino y sacerdote Martín Lutero, profesor muy estimado de la Universidad de Wittenberg, cuya fama producía una avalancha de alumnos extranjeros que llegaban a esa ciudad a escuchar a aquel excepcional maestro, que compaginaba la docencia con su puesto de prior de los Agustinos y de provincial de esa orden, en la que había entrado como fraile, pues lo cierto era que su palabra fascinaba por su voz y por sus atrevimientos respecto de sus interpretaciones acerca de los escritos de los Padres de la Iglesia y de los místicos de Renania, lo que le iba haciendo caer, poco a poco, en la herejía, de manera que su alumnado se deleitaba escuchándolo insultar a Aristóteles por ser maestro de los escolásticos, a quienes juzgaba como sus mayores enemigos, mientras ensalzaba fervorosamente a San Agustín.

Había nacido en 1483 en Eisleben, siendo sus padres Juan Luder y Margarita Ziegler quienes le eligieron el nombre de Martín debido a que había llegado al mundo a comienzos de noviembre, el día de la festividad de ese santo que fue obispo de Tours por aclamación popular. Y allí, en Sajonia, estaría la cuna del luteranismo, porque en la memoria de muchas de sus gentes permanecía vivo el recuerdo terrible de su entrada en el catolicismo a la fuerza, por decreto de Carlomagno, a base de mazazos, por lo que nunca sintieron esa religión como suya y, en consecuencia, no le costó al reformador ganarlas para su causa.

Martín Luder se convirtió en Lutero, Lotario, antiguo nombre germánico, a la vez que se creaba una genealogía de antepasados nobles. Su padre era un campesino convertido en minero y hombre muy católico; y su madre era una mujer muy buena, piadosa y trabajadora. Más tarde se curó del prurito de presumir infantilmente de ancestros de la nobleza y declaraba que era hijo de un aldeano y nieto y bisnieto de aldeanos y que él mismo era un verdadero aldeano sajón. En sus escritos más íntimos cuenta que sus padres eran pobres al inicio de su matrimonio. Sobrevivían gracias al duro trabajo de la mina de él y al no menos liviano de ella, vendedora de leña que llevaba cargada en la espalda. Luego su situación mejoró sustancialmente por el ascenso de él a contramaestre. Y nunca olvidó que tanto ella como él eran muy severos y les golpeaban a sus hermanos y a él; y recordaba también estremecido los castigos corporales que sufrió en la escuela, donde los maestros se portaban con los alumnos, incluso con los párvulos, igual que verdugos con ladrones. Allí y en la iglesia empezó a sentir pavor de Dios y miedo al infierno. Más tarde se trasladó a Erfurt, a comenzar en la Universidad estudios de leyes por decisión de su padre. Pero se inscribió en la facultad de Filosofía, en la que también se enseñaba astronomía, física y ciencias naturales. Las clases se impartían en latín medieval. Allí se enamoró de Virgilio, de Ovidio, de Horacio, y de Plauto y Terencio. Su amigo Juan Mathesius lo definió como un joven muy alegre, estudioso y lleno de piedad. Obtuvo el Primer Grado en la Universidad y recibió el título de Bachiller.

Tenía veinte años. En abril de ese año, cuando iba con un compañero de camino a la casa de sus padres que vivían en Mansfeld, en un momento del trayecto, se hirió con la punta de su espada en un muslo y, como sangraba copiosamente, su amigo corrió a la ciudad y regresó con un cirujano que le vendó la pierna y le cortó la hemorragia; y él le dio las gracias a la Virgen María, que siempre lo escuchaba y a la que debía tener mareada por la frecuencia con que le pedía socorro porque se veía sin cesar a punto de morir por una tos persistente, por falta de apetito, por un dolor agudo de vientre o de otro insoportable de cabeza. Y tras obtener el título universitario, su padre dejó de tutearlo y le regaló un libro de derecho muy caro, lo que hizo que él comenzara a estudiar leyes para complacerlo, pues le constaba que lo había defraudado por no haber cumplido su deseo de verlo convertido en abogado. Al mismo tiempo que estudiaba, empezó a leer la Biblia y su piedad aumentaba. Pero la austera educación y la devoción arrebatada de sus padres cuando era niño lo habían perturbado y eran la causa de que continuara aterrorizado por el juicio de Dios, al que llegaba a odiar y entonces se hundía en la tristeza y depresión.

Poco tiempo después, un día de finales de un verano, cuando caminaba de vuelta a Erfurt bajo un cielo sombrío, anunciador de una tormenta de estío, un rayo lo tiró al suelo y con la caída se le retorció un pie, y comenzó a gritar: Sálvame, querida Santa Ana. La figura que a continuación se le apareció era blanca, brillante, parecida a las que veía con frecuencia, puesto que era un visionario, al que el diablo se le mostraba a menudo para atemorizarlo y él lo ahuyentaba tirándole un tintero, porque era un campeón lanzando ese recipiente a quien provocara su ira. Enseguida su vida dio un importante cambio al entrar en el convento de agustinos de Erfurt, no llevando consigo como equipaje más que las obras de Plauto y de Virgilio.

Los monjes lo acogieron muy afablemente. Pero pronto debió irse a su casa, porque la peste que asolaba Mansfeld se había llevado a dos de sus hermanos. Por fin, pasado el duelo, vistió el hábito negro y blanco de la orden de los ermitaños de San Agustín. Al principio fue el hermano Agustín, pero pronto le devolvieron su nombre de Martín. Durante el primer año de noviciado vivió bajo la tutela de uno de los religiosos que, según su pupilo, era un verdadero cristiano, mientras que el vicario general del convento descubría que aquel joven era una criatura excepcional y extraña. En la biblioteca del convento releyó la Biblia y las obras de los místicos renanos del siglo anterior.

Pero su maestro en lo tocante a la construcción de su doctrina fue San Agustín. Tras el primer año de noviciado, hizo los votos perpetuos y fue ungido sacerdote a los veinticuatro años, en la catedral de Erfurt, rodeado de su familia, amistades y de los hermanos agustinos. Después confesaría que se sentía aterrado. Un mes más tarde celebró su primera misa y también escribiría acerca de la solemne ceremonia que se encontraba inseguro, tembloroso, balbuciente temiendo equivocarse, y que antes de pronunciar las palabras del ofertorio estuvo a punto de echar a correr.

Como sacerdote lo que más le asustaba eran las confesiones, sobre todo las de mujeres; y él, por su parte, no paraba de confesarse hasta el extremo de irritar a su confesor con sus escrúpulos y tiquismiquis de conciencia, aunque lo grave era que ocultaba sus dudas secretas sobre la interpretación doctrinal que la Iglesia daba a las Sagradas Escrituras y esas dudas se avivaron cuando encontró las obras de Juan Huss, el teólogo y patriota bohemio, condenado en el concilio de Constanza a la hoguera. El hermano Martín se estremeció al saber que un hombre tan cristiano había sido quemado por hereje. Ese hecho hizo que comenzara su guerra contra el papado cuando el Papa León XII decidió terminar la basílica de San Pedro, y su lucha llegó a la máxima violencia al implantarse la práctica de la compraventa de indulgencias por las que, pagando una cantidad de dinero, la Iglesia le concedía al comprador la remisión de las penas temporales que debería purgar en la otra vida.

Lutero se burló de ese fraude y le pidió al Papa que vendiera todas las riquezas que la Iglesia acumulaba y dejara vacío el purgatorio y que, así, no terminaría la basílica, un ultraje a los paleocristanos que, en la pobre catacumba sobre la que había empezado a levantarse esa monstruosidad, se reunían para rezar y reconfortarse. Después pegó en la puerta de la capilla del castillo de Wittenberg sus noventa y cinco tesis o proposiciones, proclamando que en la fe estaba la salvación y no en las buenas obras, porque era aberrante pensar que se podía matar a alguien y construyendo una capilla o una catedral se quedaba limpio de pecado. También negaba la obligación del celibato sacerdotal. Él se había casado con Catalina de Bora, una monja muy joven, adherida a la Reforma y escapada del convento, a la que amaba con mucha ternura y llamaba "Mi señor la señora Lutero", con la que tuvo hijos y una hija de su dolor, Magdalena, muerta a los trece años. Y era herético respecto de las enseñanzas católicas sobre la transubstanciación o conversión del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, pues afirmaba que se producía una consubstanciación durante la consagración, entrando Él en ambos como el fuego en una barra de hierro ardiendo al rojo.

También la misa católica lo escalofriaba por su nombre de sacrificio debido a reproducir las torturas de Cristo. Martín Lutero era imprevisible y voluble y un polemista temido que, a pesar de admirarlo, llamaba al gran Erasmo rana que croa, anguila escurridiza y serpiente; y cerdos al francés Calvino y al suizo Zwinglio, a los que juzgaba malos plagiarios suyos. Su vida está compuesta de hechos anormales, como el que le ocurrió en la torre del convento, en la que se hallaba la cloaca para que los monjes hicieran aguas menores y mayores, cuando le vinieron a la memoria las palabras de Habacuc: El justo vive de la fe y, mientras excretaba, se sintió colmado del Espíritu Santo y lleno de fortaleza para arremeter contra el anticristo de Roma y sus demonios.

La iglesia lo instó incesantemente a desdecirse de sus tesis y él replicaba que le indicaran cuáles eran sus errores, pues no tenía de qué retractarse, de manera que sucedió lo inevitable: el Papa le anunció la excomunión, pero Carlos Quinto de Alemania y Primero de España consiguió del Pontífice un plazo para que el reformador herético reflexionase y rectificara. Lutero asistió a la Dieta o asamblea de Worms, pero ocurrió igual que en la Disputa de Leipzig, donde se reafirmó en sus tesis, por lo que fue excomulgado y, en consecuencia, apartado de la Iglesia de Roma y arropado por miles de seguidores.

Pero como el poder corrompe, Lutero, a veces, caía en lo que antes condenaba faltando a la caridad que tanto enaltecía, mostrándose antijudío y ordenando castigos mortales para quienes lo contradecían. Lo cierto es que este reformista, no revolucionario, amador de San Agustín y de Santo Tomás de Aquino, gran bebedor de vino y cerveza, escritor de prosa, traductor de la Biblia al alemán con el que el pueblo hablaba coloquialmente, músico y poeta, amaba la vida, amaba al prójimo, asistiéndolo durante la epidemia de peste, amaba a los campesinos que declararon la guerra a los señores que los succionaban, amaba a Dios, aunque creyera en la predestinación y que el Señor sabía quiénes iban a salvarse o a quemarse en las calderas infernales, por lo que, a su juicio, el libre albedrío era una ficción; y se amaba a sí mismo y amaba con pasión o, lo que es lo mismo, con dolor, y quien ama de ese modo merece el perdón, misericordia y clemencia de sus yerros e infracciones. Falleció en febrero de 1546 sexagenario y llorado por un gentío desconsolado.

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