La aventura, en realidad, no existe. Está en el espíritu del que la persigue y, al tocarla, se desvanece, solía decir Pierre Dumarchey. La aventura anida en la imaginación sólo así se concibe. El mismo Dumarchey escribió que un hombre cabal, si la ama, nunca hablará de lo que ha visto. Sí, en cambio, de lo que ha imaginado.

Pero ¿quién diablos era Dumarchey? Nacido en Perronne, en el Somme, cerca de algunos de los grandes escenarios de batalla de la Gran Guerra, Pierre Dumarchey eligió Mac Orlan como seudónimo nada más llegar a París para labrarse un porvenir en el mundo de las letras. Versátil y polifacético, lo intentó primero como pintor y periodista antes de convertirse en novelista, poeta y autor de las canciones de los viejos cabarets parisinos que frecuentaba en su Montmartre bohemio, en el Lapin Agile, por ejemplo, que aún conserva su huella.

En sus novelas y poemas escribía de vagabundear y de puertos marítimos brumosos, de bistros húmedos frente al mar donde sus personajes marginales soñaban con escapar lejos, de aventurarse y rehacer sus vidas. Tales fueron los ingredientes de una de sus mejores obras, El muelle de las brumas, que Marcel Carné convirtió en una notable película protagonizada por Jean Gabin y Michele Morgan. Suyas son, además, otras tres obras dignas de figurar en cualquier canon de la literatura aventurera, La bandera, una novela emocionante sobre la Legión que transmite el ambiente africanista, político y revolucionario en la España de los años veinte; El ancla de la misericordia, que sigue los pasos de Stevenson, uno de los autores favoritos de Mac Orlan y El canto de la tripulación, otro relato inolvidable acerca del mar y de la piratería. De hecho, Ramón Gómez de la Serna, que tenía debilidad por el escritor francés, escribió a propósito de ella: "Mac Orlan tiene una cosa de gran pirata, aunque mejor dicho es el escritor que ha dejado de ser pirata, pero aún toca el acordeón de la tarde como el ángelus supremo de la piratería".

Son las mismas palabras que uno se encuentra en la contraportada del hermoso y pequeño libro que acaba de publicar la editorial Jus, Breve manual del perfecto aventurero, donde describe de manera iconoclasta y divertida una espléndida tesis sobre el perfecto aventurero, que él sitúa entre el aventurero pasivo y su cómplice el aventurero activo. Pero es el primer punto de vista funcional acerca de la aventura sedentaria el que atrapa a los lectores que desde pequeños hemos aprendido a viajar desde un sillón, a imaginarnos los destinos antes de conocerlos.

La gran animadora del aventurero pasivo, escribe Pierre Mac Orlan, es la imaginación. Ella domina el desorden de su cerebro repleto de objetos aparentemente inútiles como recién buscados en los almacenes de los chamarileros, los anticuarios, las piezas que le rodean, los libros que ha leído, las espadas, las colecciones de soldados de plomo, las cartas de navegación, el opio, el tabaco, el alcohol, los mapas, etcétera. Y el amor, que sólo debería incumbirle al aventurero de manera personal, familiar y que ningún novelista de aventuras tendría que explotar en sus ficciones como un recurso serio para atraer la atención de los lectores.

Nadie en su sano juicio sacaría del contexto y el tiempo en que se escribió las palabras que el autor de El muelle de las brumas dedicó al "papel decorativo de la mujer". "En una novela de aventuras, ésta debe ser como el pez volador disecado que cuelga del techo en un bar de marineros de un muelle del Támesis". Así todo, la mujer no era Michele Morgan en la neblinosa película de Carné. Morgan poseía una mirada que encerraba misterios insondables.

Tendré que volver a ver El muelle de las brumas. Son demasiadas sombras del pasado posándose en la retina. Pero recuerdo a Jean Gabin susurrándole: "Tienes unos ojos preciosos, ya lo sabes". Gracias por haber excitado la imaginación.