La Provincia - Diario de Las Palmas

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Juana y Esperanza, las vigilantes de la loma

Una al lado de la otra, tapadas como exige la tradición en Soo, y aconseja el sol abrasador de estas latitudes, Juana Cabrera y Esperanza Curbelo son dos amigas casi inseparables. Una vez que Juana, de la quinta de Ascensión también tiene 89 años, termina con las tareas de su casa, se encarga sobre todo de dar de comer a sus numerosos animales, tiene gallinas, caballos, vacas y hasta un pavo real díscolo, que va por ahí solo, recorriendo el pueblo, y de vez en cuando asusta a algún vecino con sus extrañas acometidas, pero como dice Juana: "Es tan bonito".

Después se acerca hasta la casa de su vecina Esperanza Curbelo, y se sientan bajo una amplia sombrilla. Así pasan las horas, contando historias de antes o no diciendo nada, que los buenos amigos no necesitan hablar para entenderse.

Esperanza sólo tiene 74 años, pero como tiene algo fastidiada las piernas, suele moverse menos que Juana. Las dos se conocen desde chicas, y han tenido vidas similares. Se casaron, tuvieron hijos, y ahora se hacen compañía viendo la vida pasar desde lo alto de aquella loma.

Se conocen tanto, que cada vez que empiezan con una historia, Esperanza comienza y Juana termina. De risa fácil, amplia, sin dobleces. Estos días han estado comentando las últimas incidencias que ha sufrido Juana con sus gallinas. Cada día suele ir al terreno dónde tiene estos animales y trata de coger los huevos que dan dejando, "pero es que los sueltan en cualquier sitio", se queja Juana, y sigue Esperanza, "parece que dejó algunos sin recoger y cuando fue hace unos días se encontró con 13 pollitos". Las dos se explotan de risa. El problema para Juana es que no sabe qué hacer con tantos pollos, y se pasa la mano por la cara, mira al horizonte y se queda allí, "mira", señala a lo lejos, donde está el mar, "parece que hay un barco saliendo de la Caleta, ¿lo ves?, pregunta. Desde aquella loma, desde la parte alta de Soo, en el reino particular de estas dos amigas puede contemplarse todo: los rebaños de cabras que van hacia el jable en busca de yerbas, y después el remolino que se forma cuando regresan a sus goros.

Lo bueno para los vecinos es que han alejado del centro las naves que acogían a estos animales, sobre todo por el 'aroma' particular que barnizaba el pueblo. Juana y Esperanza también lo agradecen pero prefieren dar su aprobación con un leve asentimiento.

A medida que entran en confianza y pierden esa reticencia que aparece cuando llega un forastero delante de su mirador, las dos amigas no muestran reparos en reconocer que cuando eran más jóvenes si salieron a los bailes, a Teguise, Muñique. Y Juana fue una vez hasta La Vegueta, pero no volvió más, "se gozó una pelea y no quiso saber más", eso lo aclara Esperanza mientras su amiga asiente con la cabeza.

Después cuando se acerca la hora de comer, cada una retorna a su casa. Ven las novelas que ponen en televisión, y entonces se desata su cólera. Entre risas, Esperanza confiesa que se pone a gritarle a la gente que sale en pantalla, "es que hacen cada cosa, y yo les hablo, les grito, como si estuvieran conmigo". Lo dice y se ríe. También sonríe Juana, que sigue ensimismada mirando el horizonte. Tiene los ojos azules, y la piel blanca como la de Ascensión.

Por la tarde, vuelven a sentarse, la una junta a la otra, debajo de la sombrilla. Sólo por la voz, por el rumor de las conversaciones que llega hasta allí, ellas saben de quien se trata.

En la localidad lanzaroteña de Soo son tan pocos que no hace falta contarlos para saber que están todos.

Y desde aquel mirador, cuando cae la tarde, ellas sostienen que pueden verse unos de los atardeceres más bonitos que hay. Seguramente serán sublimes, pero lo que Juana y Esperanza no saben es que hablar con ellas de sus cosas, con su rimo lento y sosegado también resulta sublime y extraordinario.

Ya no se encuentran unas conversadoras tan amenas como estas dos mujeres de los altos de Soo.

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