A mitad de los años setenta, los veranos eran inagotables. Toda la familia, padres, abuelos, tíos y hermanos nos instalábamos en Cambrils o Peñíscola. No estaban ni a una hora en coche de casa, pero parecían lugares exóticos, emblemas de un mundo nuevo en el que los jóvenes andaban descalzos y se sentaban en corro, con una guitarra y unos cigarros. Parecían tan felices, libres y modernos. Yo quería ser como ellos, dejar atrás mi vestido de nido de abeja y llevar zuecos de madera y pantalones de campana...
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