Cuán agradecidas eran aquellas palmeras que pintábamos con energía arqueada en verde o las chozas cuyo tejado rasgábamos a conciencia con lápices amarillos, sintiendo su cobijo. Nos contagiaba la ilusión de sentirnos a salvo en una cabaña imaginada que reuniera el simple confort entonces resumido en una sábana, una linterna, una tableta de chocolate y un libro. De jóvenes fuimos agrandando su ilusión de exotismo, despeinados y descalzos, bebiendo en la piscina azul al atardecer como en ´El nadador´, de John Cheever, haciéndonos los mayores, coqueteando con aquello que entendíamos por libertad. También podíamos reproducir una isla tierra adentro.