Nuestras madres llamaban "bajar la Rambla abajo" a un cierto modo de pasear. Era una invitación a la frescura y al entretenimiento, a la brisa marina y al arroz del puerto, pero también un pasaporte hacia lo extraordinario, como un cursillo intensivo de novedad, extravagancia y color. Nos gustaban las plumas de colores de los pájaros, las flores exóticas, los bancos para ver pasar la tarde, pero sobre todo observábamos a la gente que rambleaba. Yo me hacía mayor cada vez que los miraba: artistas de la contracultura, hippies indolentes, cómicos que salían del teatro con la ropa de calle y el maquillaje de escenario. Sentíamos que entonces todo empezaba en Barcelona, nos enamoraba lo experimental, lo nuevo y lo diferente. Despuntaba el feminismo y se hacían escuchar los primeros...