Su nombre, Simón, define los cimientos de una perso-nalidad. El aruquense Si-món Pérez Reyes hizo honor a su nombre con méritos que ya se han desgranado en estas páginas y quedan con letras imborrables en la historia de Canarias. Era una piedra, como el apóstol, una de las rocas que ha contribuido a sostener la Iglesia de Canarias. No por presentida, y temida, la noticia de su fallecimiento sobrecoge y lleva a escribir estas lí-neas con el corazón empapado de tristeza. El maestro, el sacerdote, el amigo servicial, el hombre bue-no, Simón Pérez Reyes falleció a los 77 años y recibió sepultura en el cementerio San Lázaro sin el calor popular que hibiera merecido. La Iglesia hacía memoria el día de su entierro al martirio de San Juan Bautista, el profeta al que cortaron la cabeza. También Simón sufrió el martirio de la enfermedad en su cabeza. Antes había dado testimonio, como el Bautista, de ser un digno y fiel se-guidor de Jesús de Nazaret en la tierra canaria que le vio nacer y le ha visto morir. Como un árbol, sin moverse de sus raíces, deja frutos abundantes. No todos los curas están llamados a ser profetas, pero la Iglesia necesita algunos que, como Simón Pérez Reyes, sean verdaderos profetas por sus palabras, por sus gestos y por su vida eclesial y socialmente significativa, capaces de dejar huella. He tratado con Simón en la salud y en la enfermedad, y siempre le he visto ofrecer a todos su gran corazón. Irradiaba paz. Era esperanzador escuchar su voz, con su tono pausado y su conversación luminosa, sin alardes, cómo había dedicado los mejores años de su vida a la promoción de generaciones y generaciones de Cruz de Piedra y de otros barrios en los que se encarnó en Las Palmas de Gran Canaria. Maestro de vida y sacerdote ejemplar desprovisto de toda ambición, nos conocimos en la parroquia de La Luz, con motivo del centenario del templo. El entonces párroco mostraba allí su unción, su entrega incondicional a la Iglesia y a sus feligreses, con delicadeza con cada persona. Tras el encuentro parroquial y el hallazgo de un hombre siempre dispuesto a escuchar y acompañar, desde entonces ha sido una obligada referencia social y eclesial. Conservo en la memoria un primer almuerzo en las inmediaciones de la avenida de Mesa y López, cerca de su domicilio. Un restaurante chino en el que atendían al párroco de La Luz como en su propia casa. La última vez que conversamos, circunstancias de la vida, fue en el tanatorio San Miguel, con motivo de la muerte del padre José Miguel Santana. Estaba ya tocado por la enfermedad, pero aún conservaba el mismo ánimo de siempre. Bajó al aparcamiento y sacó del maletero de su coche un ejemplar de su libro 'Sa-cerdotes presentes en la diócesis de Canarias desde la Ilustración hasta la actualidad (1800-2014). Nunca sabremos cuánto sufrió en momentos difíciles porque no quiso hacer gala de ello. Ahora, en el momento de la despedida, viene a la memoria una sentencia sufí: “La mejor huella que se puede dejar al pasar por esta vida es la de la bondad“. Esa deja Simón Pérez Reyes, sacerdote a tiempo completo, que daba todo sin exigir nada a cambio, y que, ya en la Casa del Padre, se ha ganado la gloria eterna.