Cuando la conocí tenía una legión de seguidores. Prometía curación, riquezas y otros imposibles. En el mundo del curanderismo isleño María la del Toscón fue un personaje. Su casa en El Toscón era como la romería de Teror pero en chico. Estaba convencida de que los ilusos que se acercaban a su casa la tenían como alguien capaz de hacer milagros y lo rentabilizó bien. A cambio ella regalaba destartalados rezos, caricias con ramas y danzas. Siempre aparecía vestida de blanco. La mujer tenía tan organizado el negocio que cada par de horas un grupo de timados vivía el honor de acceder a la casa, mirarla y tocar a la señora. Pero poco a poco ella misma se fue liando con sus falsas proezas hasta tener que salir en la prensa explicando sus dudosos logros. Nunca fue consciente de que su actividad era una ilegalidad manifiesta. Debieron alertarla porque contrató a una abogada que trató de dar apariencia de seriedad a los que era un monumental farfullo. La cosa fue que me encargaron saber más de sus andanzas. No lo dudé y me hice pasar por una ferviente devota. Desde que pisé la casa me pidieron la “voluntad” para cubrir gastos y yo que estaba decidida a llegar hasta donde me lo permitieran pagué encantada sospechando que iba a conocer sus miserias. María era lista. Manejaba a sus devotos con habilidad. Relataba sus encuentros con Jesucristo y siempre los finalizaba con un intencionado “anoche me dio las pautas para tu problema” mirando fijamente a uno de sus seguidores. El salón se venía abajo. Llantos y gritos; le besaban las manos, la vitoreaban y dejaban generosas propinas en una talega que nadie perdía de vista. Cada sesión finalizaba con la compra de un par de garrafas de agua coloreada en cuyas etiquetas rezaba “curativa” así como la “dosis adecuada” que no era otra que echarse un par de buches.

Poco antes de que la detuvieran y le cerraran el chiringuito la entrevisté. Jugué con su vanidad, con su maravillosa labor social y picó. Nunca supo que ya llevaba semanas yendo a su “consultorio” así que me identifiqué y ella feliz. Mi objetivo, escucharla y el de ella vender sus poderes. Hace nada leyendo las efemérides del día me topé con su foto en la portada de este diario. Me reí. “Jesús me pide que le llame Suso”, titulaba. Ahí queda eso. En la redacción algún lince comentó “esta tía está loca ¿no?”.

Loca no, lista.

Sigo. Durante años perdí de vista a María por razones que tuvieran que ver con su desaparición de los foros mediáticos. Se la tragó la tierra. Su abogada, aquella que disfrutaba amedentrando periodistas a pesar de que sabía bien que su defendida estaba metida en un buen follón, hizo el mismo recorrido. Desaparecida. La verdad es que sin María, una vez fue detenida -desconozco si condenada por estafa o no- la tranquilidad volvió a la zona de El Toscón. La afluencia de público se acabó.

Un día en la puerta de un hospital de Las Palmas de Gran Canaria me llamó la atención una mujer que fumaba compulsivamente en un rincón de en la escalera de acceso al centro. La miré con curiosidad ya que me sonaba su cara, pero no la identificaba. De pronto se acercó y me dijo “Hola…soy María la de Toscón, ¿te acuerdas?” Y tanto que me acordaba. Nos saludamos, le pregunté si estaba enferma y me contestó que la enferma era su madre, estaba malita. Y una, que es mucho más mala de lo que creen, no pude evitar recordarle: “¿¡Coño, y no decías que lo curabas todo!?” Su respuesta fue: “Lo único que te pido es que por favor no digas que me has visto en un hospital. No me interesa”.

Entonces sospeché que la amiga de Suso -Jesucristo- seguía haciendo de las suyas, ejerciendo “la medicina” del negocio y la mentira.