Llevo unas semanas manteniendo encuentros con lectores de La Provincia, los que nos han acompañado a muchos de nosotros a lo largo de la vida profesional vinculada a este diario. Allá donde me invitan acudo encantada para hablar de mi libro “Historias Prestadas” que como sabrán recopila historias que esos lectores me prestaron y que ahora yo las devuelvo en forma de libro. Cada encuentro es un regalo de anécdotas y recuerdos, los míos y los suyos y, especialmente, de afecto. Gente de distintas edades que acuden más a contarme que a escucharme. En esos actos he recibido cariño y reproches, sí, reproches. Le he puesto cara a lo que se conoce como un “lector de papel”, es decir, lector de edad avanzada que está enfadado porque la revolución tecnológica le ha sacado de carril de la lectura impresa; les ha robado el orgullo de saber que “su” periódico le esperaba en el bazar; el placer de leer en papel. “Sabíamos dónde estaba cada cosa, los sucesos, los deportes y el horóscopo”, recuerdan. Contaba Dolores que a su casa le llegaba La Provincia por el patio, allí lo lanzaba el repartidor. Están enfadados y nostálgicos. Hace una semana en uno de esos encuentros en el Real Club Victoria un hombre me esperó hasta el final. De un sobre sacó una página del extinto Diario de Las Palmas de los sesenta. Letras gastadas, fotos difusas, titulares en rojo. En otra carpeta escondía algo especial a juzgar por su comentario “esto tiene sorpresa, Ayala”, dijo. Y tanto. Un reportaje firmado por mi padre, Antonio Ayala, en el Eco de Canarias. Me los regaló y lo agradecí. En otro encuentro ocurrió algo parecido así que, como siempre, acabamos hablando de la prensa de papel que algunos tanto añoran. Los hay como Manuela, 78 años, que maneja Internet como una carretilla, pero son los menos. Se quejan porque “ya no podemos leer los periódicos como antes; no nos gustan los ordenadores. Como el papel no hay nada, mujer”. Para mucho Internet es el enemigo.

De esos encuentros en los que recibo cariño me quedo con un obsequio especial: Casi cincuenta textos míos envueltos en papel “de dulce”, como aclaró una atenta lectora. La otra cara de esta la moneda es que en un charla con escolares de 12 años su curiosidad era saber cómo se podía hacer hace años un periódico sin móvil, internet o corrector.

Se podía y se hacía. Ya ven. Otros tiempos, la misma pasión.