Hace unos días quedé con un amigo para pasar revista a la vida, algo para lo que somos unos linces y un poco malvados, todo sea dicho. En nuestro destartalado orden del día siempre llegan risas, políticos de medio pelo, media melena y calvos; hijos, amigos y desde luego nuestras vidas. Ahí ya nos entregamos y nuestras miserias, que las tenemos, muchas veces provocan la carcajada. Ese día elegimos la terraza de Kano 31, zona de Triana. Total, que cuando ya le habíamos pasado revista a la vida un hombre delgado, nervioso, saludó a mi amigo y éste se interesó por su estado. Le escuché un: "¿Cómo estás, Joaquín?, hay que seguir..." "Aquí, haciendo cosas..." Era un hombre triste.

Seguimos a lo nuestro y al rato el señor volvió a la mesa. Entonces reparé en su necesidad de hablar, así que ladeó la cabeza y preguntó "¿Ella lo sabe?", refiriéndose a mí. Yo no sabía nada, no lo conocía. "Yo sí sé quién eres; te sigo desde hace años". Se lo agradecí y seguimos con la charla. Al rato, cuando alcanzamos el momento del café vino a despedirse. Para entonces ya sabía quién era aquel hombre. Un conocido empresario que ha sufrido el golpe más duro que puede dar la vida y allí estaba, en su negocio, engañando las horas mientras espera que el tiempo haga el milagro de aliviar su dolor.

No hace un año Joaquín Hernández, así se llama, perdió a su hijo mayor, Christián, de 27 años. El Mercedes que una madrugada se estrelló en la Avenida Marítima a la altura de la Biblioteca Pública lo conducía su Christián. Un coche que le había regalado su padre orgulloso de su gestión en el restaurante familiar rompió su vida, la de su padre, madre y hermano. Haciendo memoria recordé el brutal accidente y me impactó el encuentro con Joaquín. Tanto que el martes pedí su teléfono y le llamé; quería saber cómo estaba, sabiendo como sabía que durante años ha seguido mis textos me pareció que era lo menos que podía hacer. Nuestro encuentro había sido tan precipitado que no lo dudé. "¿Cómo está mi amigo?", pregunté a sabiendas de que no sabía con quién hablaba. Me identifiqué y se sorprendió. "Te llamo para pedirte permiso. Quiero dedicarles la columna a tu hijo, a ti..." "¿A Christián?", me preguntó entre sollozos.

Joaquín, que en éste rincón ha leído historias ajenas, merece que la suya sea leída por otros en recuerdo de su niño.

Qué menos.