Tenía 23 años. Un día de hace ventipocos años una amiga de su madre le preguntó si sabía de alguna chica que quisiera ganarse un dinerillo. Se trataba de cuidar a una mujer que sin tener nada de importancia vivía con la soledad; los hijos, tres, no podían atenderla. Todos tenían obligaciones y poco cariño hacia la anciana. Es más, la familia entera, tres hijos, nuera y nietos vivían en el mismo edificio de cuatro pisos sin ascensor; ¿dónde ubicaron a la señora?, en el último piso para que no molestara con la campana que hacía sonar cuando necesitaba algo. Con el tiempo la vida se torció un poco, lo suficiente para que algo cambiara mucho. Por ejemplo, a la señora se le iba la cabeza. Los hijos instalaron un ascensor con el dinero de mamá y le ordenaron a Auxi, la chica cuidadora, que tenía que sacarla de paseo mañana y tarde. Fueron descargando en ella responsabilidades que nadie asumía. Un día supo que la señora y nadie más era la dueña de casi toda la fortuna familiar, propiedades y cuentas bancarias.

Un domingo citaron a Auxi y sin rodeos le dijeron que la anciana daba mucha lata así que la intención era internarla en un centro. Cada conversación en ese sentido finalizaba siempre con “no hagan eso. Yo la cuidaré. Si quieren me reducen el sueldo...”. El acoso era cada vez más intenso, querían repartir la herencia y la anciana era un estorbo. Los planes de los hijos estaban en peligro así que despidieron a la cuidadora y le prohibieron lloros. Ella le había prometido que no dejaría que la llevaran a un centro, pero esa batalla la ganó solo unos meses. Cuando uno de los nietos le contó que su abuela la nombraba mucho se envalentonó y subió a verla.

No fue buena idea. La anciana no la reconoció.

Nada ha sido ilegal, pero si indecente.