Hace una semana falleció en Las Palmas de Gran Canaria Juana María Torón Ramos, Miss Gran Canaria y finalista de Miss España en 1966. Juana María tenía una historia que algunos conocían. Llamaba la atención la alegría, la lucha, las ganas de vivir que siempre tuvo, teniendo razones poderosas para aparcar su vida. Juana era querida y admirada, como se admira desde la discreción a las mujeres valerosas, esas madres que luchan lo indecible para sacar a sus hijos adelante. Luna y Pedro. La vida la quiso poco; un matrimonio roto, con mucho, mucho ruido, en el que fue la madre y el padre. A La Provincia de finales de los noventa sus dos hijos entraban y salían esperando a la madre que fue comercial de EPC. No decía no a un trabajo que le ayudara a mantener a sus hijos y en honor a la verdad lo hizo sola, salvo la ayuda de una prima y poco más. Hablar mal de Juana era un pecado mortal, no había un solo motivo para censurar su necesidad de estar en mil sitios a la vez. Recuerdo su esfuerzo para reunir dinero y poder ingresar a Luna en una clínica para controlar su trastorno alimenticio. Fracasó una y mil veces. El primer reportaje que publicó La Provincia sobre la anorexia fue su historia descarnada. Le encantaban las fotos y ella misma eligió las que ilustró su enfermedad en las páginas de un domingo. La recuerdo feliz, sentada en el suelo de la redacción, vestida de negro, comiéndose la cámara. La pasión de Juana eran sus hijos y tal vez por sus debilidades, adoraba especialmente a Luna, aunque tenía en el querido Pedro al hijo protector. Era el cuidador de madre y hermana. El día que en una recaída Luna no superó su estado, se complicó la vida de Juana. Jamás pudo con su ausencia.

La vida no fue buena con ella.