Por razones que no vienen al caso, en los últimos meses he transitado con frecuencia los dos grandes hospitales de Gran Canaria y algún centro privado que forman parte de la cobertura sanitaria de la medicina pública canaria. Las salas de espera siempre han sido una fuente de información donde la gente cuenta sus dolencias lo que acaba siendo una especie de barómetro sobre el funcionamiento del sistema; de alguna manera los usuarios ponen nota. En días tan confusos como los que vivimos llama la atención escucharlos deshacerse en elogios para con los sanitarios. Entre ellos y nosotros se ha producido un enamoramiento, una admiración que nadie oculta. Ver las salas de espera hasta la bandera, en silencio, y observar enfermeras que se mueven entre la maraña de pacientes con una sonrisa en la cara, como si vinieran en patines. Esa seguridad, esa habilidad para desplazarse entre tanto miedo es admirable y tranquiliza. Los pacientes estamos en la sala de espera cerca de una hora y nos asusta lo desconocido, aun respetando las normas. De pronto entra en la sala de espera una camilla con una anciana llorosa. El enfermero tiene dificultad para empujar el vehículo y como por arte de magia tres personas dejan su asiento para ayudarle. Alguien pregunta por los aseos y otro alguien se levanta y la lleva a la misma puerta. En eso una mujer trae cafés en una bandeja y la deja en una silla. “Para las chicas”. Personalmente no me extraña la calidad humana de ese estamento que batallan vidas ajenas poniendo en riesgo las suyas. Pero no me extraña ese compromiso porque mi vida ha estado rodeada de mujeres y hombres de bata blanca y verde. Conozco bien su compromiso, su vocación, la entrega más generosa de siempre. La formación que hoy tiene la enfermería está a años luz de la enfermería del pasado aunque hay algo que no ha cambiado, la vocación.