Hace dos semanas conocí a un «médico a la fuerza» a punto de jubilarse. Así se presentó. Me sorprendió pero no dije nada. Era nuevo en la reunión de cinco amigos que sin decir nada querían celebrar conmigo una buena noticia. Somos un grupo de amigos que nos vemos dos o tres veces al año, no más. Siempre son reuniones en las que las ocurrencias salen una detrás de otra, no ser así hace tiempo que habíamos suspendidos esos encuentros. En cada cita tenemos que proponer un par de temas, a veces son chorradas y otras con un poco de nivel, tampoco mucho que algunos derivaban en una intensidad que aburre. Somos unas artistas para sacarle punta a la nada. Soy la única mujer que asiste desde hace años; hubo una época en la que venían más mujeres pero separaciones y otros problemas las apartó de una tertulia que sigue siendo divertida. Les animamos a volver pero finalmente decidimos respetar su decisión. Total que alguien aportó un tema que nos pareció curioso y con mucha chicha. Cada cual tenía que relatar de qué manera había influido en su profesión la de su padre. No nos llamó la atención que ninguno mencionara la de su madre. La más atrevida había estudiado piano pero nunca ejerció. De los cinco amigos cuatro madres trabajaron en casa, lo que entonces se conocía por «sus labores» y otra durante años cosió ropa de cuero por encargo. Volviendo al principio hay que parar en el «médico a la fuerza» Esa frase merece una explicación. Su padre fue un afamado pediatra que hizo fortuna pero su hijo detestaba la medicina. Recuerda que a en casa a cualquier hora sonaba el teléfono su papá salía pitando. Cuando en dijo que quería estudiar arquitectura «como su tío» no lo dejaron ni respirar. Médico, como su padre.