Hace días me tropecé con una imagen preciosa. Por hermosa e inesperada. Caminaba por Paseo de Chil y observé que una pareja celebraba lo que entendí que era algo Importante. Los dos se abrazaban emocionados. De pronto el chico dio un brinco, se puso de rodillas y con los brazos rodeó la tripa de su chica y la besó con insistencia. Traté de no interrumpir el momento y discretamente aminoré la marcha para evitar pasar por su lado y romper la magia. Creían que estaban solos pero al levantar la mirada me vieron y sonrieron a modo de saludo yo contesté con otra sonrisa.

La zona es poco transitaba y más al mediodía. Seguí mi camino dándole vueltas a la escena que acababa de presenciar y de pronto reparé en lo guapo que es futuro papá, alto, piel oscura y pelo largo. En ella no me fijé mucho solo recuerdo que su pelo era rojizo y ojos color miel.

Deje atrás a los enamorados y pensé que siendo la imagen preciosa, siendo la llegada de un hijo un regalo de la vida, tiene las dificultades y el miedo propio de una nueva vida y sus contratiempos. Todas las que hemos experimentado esa alegría y ese susto sabemos de lo que hablamos, lo que pasa es que desde que tienes a ese bebé en brazos le miras y te mira se produce un compromiso no escrito que nadie incumple. Amor eterno.

Ese día seguí mi camino con la intención de atravesar la ciudad y vi pasar a los enamorados en moto, abrazados y felices. Caminando sin prisas llegué al Parque de las Cucas, un amplio hueco de escalera que en otro tiempo hicieron suyos marginales adormilados, muertos de frío, con quien hablaba de sus cosas. Pregunto por un amigo que malvivía entre esos escalones y al que hace tiempo que no veo. «Se lo llevó una ambulancia».

No me extraña.