Mencionar a Antonio Jiménez Rodríguez es decir poco o nada para el público pero si a esa identificación le añadimos tres palabras: ‘Pianista del Balalaika’, la cosa cambia. La mayoría de vecinos de Las Palmas de Gran Canaria con buena memoria recordarán que en uno de los más conocidos restaurantes de Las Palmas de los ochenta, El Balalaika, situado en Guanarteme trabajó 18 años, noche a noche, amenizando al piano, con un estilo muy personal, almuerzos y cenas hasta su muerte. Jiménez tenía la habilidad de acompañar las veladas con su música en un segundo plano, teniendo claro que el cliente manda. Allí tocó hasta que falleció.

El lector pensará que si Jiménez lleva 15 años fallecido qué razón hay para hablar hoy de él. Pues fácil: hace menos de un año coincidí con su familia en una reunión de amigos comunes. En ese encuentro conocí a una de las hijas del músico, Lydia, y supe entonces que el pianista al que muchos admiramos y un día desapareció no se lo había tragado la tierra. No. Enfermó y sus últimos años los empleó en batallar contra su enfermedad. Hablamos de un hombre alto y fuerte que su mujer, Paquita, sus hijas Lydia, Victoria su hijo Marcos y su yerno Luis hoy recuerdan con emoción.

Jiménez falleció con 87 años, hace 15, sin que nadie reconociera su trabajo imprescindible en las noches de la ciudad. Lydia recuerda que su padre «sin pena ni gloria», hombre de rutinas dice que su padre cada mañana compraba LA PROVINCIA, su periódico, y dos paquetes de Kruger «luego se metía en su habitación preferida y allí devoraba el periódico y las caja de tabaco», adicción que con el paso de los años le abrió la puerta a un proceso oncológico que pondría fin a su vida. «Se agravó y lo operaron en Madrid, un diagnóstico que limitó su vida y silenció el piano». Antonio nació en San Mateo (Utiaca) y comenzó a tocar el piano a los 12 años, su madre de origen alemán lo introdujo en la música. Con el piano recorrió media Europa: Amsterdam, Londres, París, Irlanda pero, eso sí, sus descansos siempre eran Las Palmas de Gran Canaria. «Para mi padre la música, el piano, era su vida, fue muy feliz, antesala de la tristeza con la que vivió su enfermedad», recuerda Lydia.

Antonio Jiménez. | | LP/DLP Marisol Ayala

Les duele que en Las Palmas de Gran Canaria no le hicieran el mínimo reconocimiento, «no era Mozart ni Beethoven pero durante 18 años fue el pianista del Balalaika, de lo que estaba muy orgulloso. Yo le decía que dejara el trabajo pero también pensaba que la música, el piano, era su vida, fue su refugio. Eso, el tabaco y LA PROVINCIA fueron su compañía».

Lástima que al maestro le tocó vivir en unos años en los que un cáncer era sinónimo de muerte, un error del que tiene culpa la investigación. Los que tengan buena memoria sabrán que en ‘El Balalaika’ se vendían cassette de su música, solos de piano. «Ni para eso tuvimos cabeza; cuando papá ya estaba enfermo no se nos ocurrió pasar esas cintas a CD y hoy las tendríamos en casa. Mi madre guarda unas cuantas pero están bajo llave y, como entenderás, no se pueden tocar». Lydia quiere aprovechar el reportaje para hacer un llamamiento a los clientes del Balalaika que se hicieron con algunas cintas y que llegaran a sus manos para hacer copias.