En la casa saben bien que cuando la cocaína se abre camino no cesa hasta llegar a la meta, destrozar vidas. Determinación y eficacia. Convierte el cuerpo en un misterio de subidas y bajadas, en una montaña rusa que siempre acaba estrellándose. Los padres, los mayores de la casa, saben que algo ocurre pero tal vez miraron para otro lado. No saben que en el hogar viven tres adictos pero nadie verbaliza lo que ha sido un infierno silencioso. De los tres uno es peligroso porque es experto en violentar cajones, falsificar firmas y abrir cajones cerrados con mil llaves. Nada a su lado está a salvo. La familia vivió bien hasta que falleció papá; buenas pagas de jubilación para ambos, él trabajó en Hacienda y ella cuidando un parking de manera que vivieron y pudieron cubrir, sin saberlo, los vicios de sus toxicómanos. No supieron jamás que ese dinero tenía un mal destino. Comprar veneno nunca es una buena inversión. Cada vez que los hijos los sableaban los jubilados tiraban de los ahorros hasta que vieron el fondo de la caja y los problemas comenzaron a sacó la cabeza.

Sobra decir que el ambiente en la casa era una bomba de relojería; discusiones cada vez más agresivas. Pasaron los meses y las dificultades para hacerle frente a mantenimiento de la vivienda, agua, luz y llenar la nevara era un imposible. Y como a perros flacos todos son pulgas uno de ellos enfermó y necesitó dinero para afrontar gastos de farmacia y otras atenciones. Raro era el día que los empujones no frenaban agresiones mayores. Para entonces la madre estaba ingresada en una residencia pública no solo para ser atendida, no, para protegerla de sus muchachos enfermos, porque enfermos son los adictos. La vivienda está en venta y sus vidas, la de todos, en la ruina.

En fin, hijos mimados y muy malcriados.