Hace unos días llegué sin pensarlo al barrio que los Ayala consideramos nuestro. Alcaravaneras. Allí crecimos, jugamos y nos malcriamos y, cómo no, nos peleamos a muerte con chiquillos tan jiribilla como nosotros. Después de atravesar Ciudad Jardín vine a tener a calle Victor Hugo y ya subiendo a la parada de guagua de Pio XII. No había llegado a la panadería y ya tenía a mi lado a tres vecinas de mi quinta que paseaban a un hombre y a una mujer a los que llevaban de la mano apoyadas en una silla vacía. Querían contarme la situación que viven. Hace dos años que tienen un enfermo de Alzheimer en la casa «lo dejo encerrado en el salón que allí tiene cerca el baño. Mi vecina lo cuida en lo que voy a la tienda no sea que se caiga..». Se quitaban la palabra una a otras. Asustadas y ansiosas Nos sentamos en el banco de la parada aunque ninguna esperaba la guagua. Al poco llegó otra conocida del barrio, Carmesa, que sin tener un enfermo que cuidar acompaña a las mujeres amigas y vecinas. Todos los testimonios son un calco. El mismo dolor, la misma queja. No saben qué hacer, se sienten acorraladas por la vida. Como imaginarán están pendientes de una plaza en un centro público, lotería que depende del Cabildo pero la espera desespera. Quieren ayuda a domicilio porque tienen miedo a un contagio que se produzca en un centro o en el trayecto. De tal manera que en la actualidad se han triplicado las solicitudes de ayuda a domicilio. De 15 solicitudes a 29. Hace años que el Azheimer vive en el vagón de la cola de la sanidad y los asuntos sociales. No sabemos que tendrían que hacer los gobiernos para responder a una necesidad asistencial que avergüenza. Tal vez mirar para donde y nunca miran y que recuerden que ellos, todos, estamos en el bombo.