Aun es un hombre atractivo, alto, sigue delgado, tiene pelo corto rizado donde la edad ha ido debilitando algunas zonas dejando la huella desértica. La calvicie está amenazando. Soñó que sus dos hijos serían muchachos honestos, responsables, buenos. Y lo fueron hasta que sus padres, especialmente él, descubrió que su vida no era ni la mitad de bien que creía. Cada poco nos vemos en el barrio, tomamos café y hablamos de nuestras vidas. Llevan cinco años separados. Está disgustado. No puede ocultarlo. Creo recordar que su exmujer, la madre de sus hijos, tiene pareja y una vida más ordenada. Mi amigo hizo mil locuras de juventud, era lo que tocaba. Se lo fumó todo y trapicheó hasta con alfalfa. Tenía y tiene cierta ingenuidad, lo que le hace atractivo. Él no sabe que sé de sus andanzas más de lo que cree. Mi amigo es un mataperros que cuenta lo que piensa que ya a nadie asombra. Está equivocado; asombrarse no quiere decir desconocer la gravedad de un hecho. Y entrando en el tramo final del asunto diré que hace dos o tres semanas tocó en casa. Venía destrozado. «Amiga, abre, por favor…», dijo. «¿Qué pasa?», le pregunté al ver su cara descompuesta. «Mira, es la una y pico y a estas horas las opciones alimenticias son pocas. Café, cerveza o arroz a la cubana. Es lo que tenemos». Nos sentamos y se echó las manos a la cabeza. «¡Los hijos acaban con uno!», exclamó. En menos de nada me contó lo que sin duda es una tragedia. Uno de sus hijos tenía una empresa y la vendió. La perdió, no escuchó consejo alguno. El hijo abulta más que mi amigo. «Ayer tuvo una bronca con un compañero y le pegó con un hierro, casi lo mata», me contó. Acabó en la cárcel. Cuando se pregunta qué ha hecho mal como padre no responde. Lo sabe bien.