La conocí siendo una niña de cuatro o cinco años. Estaba en un cochito vigilada por dos hombres que la colmaban de mimos. Ellos no le quitaban los ojos de encima y ella, igual. Uno de los papis me resultó conocido así que no dudé en comentar la escena. Me invitaron a compartir mesa y en menos de nada, supe que la niña era el resultado final de una adopción complicada; la niña era uno de tantos bebés que vivieron sus primeros días de vida en inmundos orfanatos chinos, abandonados a su suerte. Hambre y frío. Todos recordamos que a finales del 2000 una serie de reportajes le mostró a mundo el infierno en el que malvivían centenares de criaturas que eran tratadas como animales en los malditos orfanatos. Esos trabajos periodísticos desataron una oleada de solidaridad internacional a la que se unió España y Canarias. La adopción era el mejor camino para liberar a los menores de aquel infierno. No era fácil; el montante económico para sacarlos de aquella tortura era elevado. Viajes a China y trámites eternos. A Canarias llegaron decenas de bebés que comenzaron una nueva vida, una nueva familia. Del infierno al paraíso. Los medios canarios se posicionaron con aquellos padres valientes y capaces. Bucear en la prensa de la época es comprobar la calaña de los chinos que lejos de proteger a sus niñas y niños los pusieron al borde del precipicio.

Volviendo al presente, con los papis de la niña del cochito, hablé alguna vez con mi amigo del duro proceso que vivieron. Aquella niña es hoy una joven guapa, buena estudiante, responsable y divertida que ya ha superado los 20 años. Hace unos días quedé con mi amigo a tomar café. Él y su marido no pueden estar más orgulloso de su hija. Adoración mutua. Acabamos en la casa y por casualidad alguien abrió la puerta. Era ella, es la reina de la casa y lo sabe. Cada vez que llega le ponen una corona virtual.