Había olvidado los peligros de la noche. No tengo duda de que ese temor, como otras tantas cosas de la vida, tiene que ver con la edad. Quienes me conocen saben que durante años he vivido en la noche, en la madrugada. Mi llegada al periodismo, más cerca de los noventa que los ochenta, me regaló un mundo, a unos compañeros y a unos jefes que me abrieron las puertas de aquella locura compartida, decididos a ejercer la profesión más hermosa del mundo y de paso, vivir. Ellos descubrieron en mí a una joven madre, ya lo era de dos hijos, con ganas de traer los mejores noticias, las que demandaban los lectores, para sacar adelante a mi familia. Bueno, empecé la columna de hoy hablando de la noche negra y peligrosa. Yo, de verdad, jamás le tuve ni miedo ni respeto. Es cierto que en aquellas amanecidas iba acompañada de los compañeros con los que compartía la voracidad por comernos el mundo. Aquello no era un trabajo, era una fiesta. Decía que la noche nunca fue mi amiga, sabía dónde estaba el enemigo, que eran muchos. Conocía los puntos de venta de droga de la ciudad pero no me interesaba. Es cierto que en aquellas noches de carreras y mecheros la redacción de La Provincia estaba en la parte más peligrosa del Puerto, lindando con el peligro, Andamana y la fábrica de Aceite Racsa. Era difícil sortear aquellos dos puntos negros, droga y prostitución, pero entonces yo era valiente y por allí pasaba con la que tranquilidad de quien se fuma un puro. Sin embargo, hace dos noches, tuve cena con amigas en el Puerto y al término atravesé La Naval tratando de parar un taxi. Llegué al mercado del Puerto y recuperé las carreras, los gritos, frenazos, golpes y ruido, mucho ruido. Paró un taxi y al comentario del chófer, me asusté: «Señora, suba, suba, ¿qué hace por aquí?». Era la una de la madrugada.