Aquel día almorzó tres veces en el trayecto de Agaete a Las Palmas. Almuerzos suculentos, nada de una hoja de lechuga y un tomate. Eso, para el hombre de esta historia, era un chiste. Sus amigos le echábamos una bronca cada vez que compartíamos mesa. Durante años se sometió a todas las dietas posibles, pero en todas fracasó. A nadie he visto comer semejante cantidades como al hombre de mi historia. Era angustioso estar al lado del amigo y ver cómo los suculentos platos quedaban vacíos a la velocidad del rayo. Iba a los médicos, hablaba con los especialistas y sabía más que ellos. Ni caso. La salud ya le había dado varios avisos, su cuerpo no podía con un peso que siempre estuvo por encima de los 150 kilos. Su vida era un calvario, de tal manera que en una época se sometió a tratamiento psicológico para que los expertos intentaran saber cómo y dónde estaba el botón que abría el cajón de su despensa. Era lógico que el hombre, desalentando y viviendo de fracaso en fracaso las dietas, no quisiera saber nada de controlar su alimentación. Los últimos años de su vida se abandonó peligrosamente y los amigos, unos más preocupados que otros, decidimos no hacerle más difícil su existencia. Enfadarnos no servía de nada. Cuando volvía a sentirse fuerte, el hombre lo comentaba con gente de su entorno; entonces de nuevo se sometía a una dieta que siempre acababa abandonando. Le gustaba abrir su casa a sus amistades y cada uno colaboraba con un plato. Algunos pensábamos que esas reuniones eran una coartada para saciar su apetito. Uno de los amigos hacía un arroz con leche que le encantaba. Un día le hizo un encargo: preparar un kilo de arroz con leche, que disfrutó hasta acabarlo. El último atracón lo llevó a la UCI . Le costó la vida.