Cuando hablamos de adicción, se nos vienen a la cabeza imágenes de diferentes drogas como el tabaco, el alcohol o el cannabis. Pero difícilmente pensaremos en las chuches, las patatas fritas o las chocolatinas. Un nuevo libro del escritor Michael Moss nos demuestra que deberíamos empezar a tener este tipo de productos en cuenta.

Una adicción es un vicio del que no podemos escapar y que nos va dañando con el tiempo, física o psicológicamente. Pero decir solo eso se quedaría muy corto.

La naturaleza adictiva no tiene tanto que ver con la sustancia que produce esa dependencia, sino con el cerebro y el cuerpo del individuo que se vuelve adicto. Hay muchas personas que fuman o beben alcohol y no son adictos, ya que no dependen de esas substancias.

Además, los síntomas que genera una adicción no tienen por qué ser los mismos en diferentes personas. Determinadas adicciones no provocan un dolor interno o un «mono físico» evidente, sino que van más por dentro. Están en nuestra mente y puede que ni nos demos cuenta.

Y aquí es donde llegamos al verdadero quid de la cuestión: todas las adicciones se desarrollan en nuestro cerebro. De hecho, existe un elemento que influye de forma determinante en la naturaleza adictiva de una sustancia: el circuito de recompensa, que es la parte del cerebro que nos aporta placer ante determinado estímulo.

Cuanto más rápido llegue una sustancia a nuestro circuito de recompensa, mayor será su impacto en nuestro organismo. Por esa razón, una droga intravenosa estimula más que el cannabis, y fumar produce mayor sentimiento de recompensa que usar un parche de nicotina.

La comida basura, una gran adicción

Existe algo que activa nuestro circuito de recompensa mucho más rápido que cualquier droga: nuestra comida procesada favorita. Según Michael Moss, autor del libro Hooked, «El humo de los cigarrillos tarda 10 segundos en agitar el cerebro, pero un toque de azúcar en la lengua lo hará en poco más de medio segundo, o seiscientos milisegundos, para ser precisos. Eso es casi 20 veces más rápido que los cigarrillos».

Esto quiere decir que la comida basura puede llegar a ser mucho más adictiva que la droga. Y si lo pensamos fríamente, a mucha gente le costaría menos dejar el tabaco que el chocolate, las patatas fritas o las galletas industriales.

De hecho, esto viene de lejos. Una encuesta americana realizada en 1988 ya pidió a las personas que nombraran las cosas que pensaban que eran adictivas y luego las calificaran en una escala del 1 al 10, siendo 10 el más adictivo. Fumar recibió un 8.5, casi a la par que la heroína. Pero el consumo excesivo de este tipo de productos no se quedó atrás, con un 7.3, por encima de la cerveza, los tranquilizantes y las pastillas para dormir.

La trampa de las empresas alimentarias

Ante esta realidad, algunas empresas alimentarias han sabido aprovechar muy bien el componente adictivo de determinados productos en nuestro cerebro. Por ello, la composición de muchos alimentos procesados ha sido minuciosamente diseñada para generar más adicción en los consumidores, con ello vender más unidades y, por ende, ganar más dinero.

Estas empresas diseñan la comida basura para lograr ese «punto de felicidad» que las hace irresistibles y comercializan muchos productos utilizando tácticas tomadas de la industria del tabaco. Tanto es así, que hasta la famosa tabacalera Philip Morris adquirió empresas alimentarias como Kraft y General Foods, convirtiéndose en el mayor productor de alimentos procesados de Estados Unidos en los años 80.

Por otro lado, muchas empresas alimentarias compraron otras compañías dedicadas a productos dietéticos. De esta manera, por un lado generan adicción y engordan a la población con sus productos, y por otro ofrecen el remedio para adelgazar.

Todo esto es lo que sostiene el investigador y ganador de un Pulitzer, Michael Moss en su último libro, HookedHooked (disponible en Amazon), a través de numerosos documentos internos y varias entrevistas con expertos de la industria alimentaria.disponible en Amazon

«He estado arrastrándome a través de la parte más vulnerable de la industria de alimentos procesados durante 10 años y sigo asombrado por la profundidad de la astucia de su estrategia, no solo para aprovechar nuestros instintos básicos, sino también para explotar nuestros intentos de controlar nuestros hábitos», concluye el autor.