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'Toni Erdmann'

La broma infinita

¿Una comedia alemana que dura 162 minutos? Anda ya. Será una broma. Y, efectivamente, quien te venda Toni Erdmann como una comedia te está gastando una broma porque no lo es. Puede que te saque alguna sonrisa muy de vez en cuando (y no precisamente en su muy elogiado desenlace de la fiesta nudista, lo menos logrado de toda la película por forzado, poco creíble y torpe) pero será una sonrisa helada por lo desagradable y/o triste de lo que ocurre en la pantalla.

Toni Erdmann no es graciosa: es amarga a más no perder. Y le sobra un buen matojo de minutos que harían menos aburrida una parte central definitivamente hinchada sin necesidad.

Hay un momento de pánico extremo que resume bien lo mejor del trabajo de Maren Ade. Situémomos. El padre y la hija están juntos, ¿de acuerdo? Para despedirse. Y están esperando el ascensor. El silencio les separa. No tienen nada que decirse. Y el espectador siente, amplificada por el volumen de la relación, esa incómoda sensación que se produce entre dos vecinos que coinciden en un ascensor sin nada que decirse. Y un padre y su hija ni siquiera tienen el salvavidas de hablar del tiempo. Esa incomodidad lacerante es lo que anida en las mejores escenas de Toni Erdmann, que llegan siempre sin subrayados ni aspavientos (por eso el estridente momento de la canción de Whitney Houston no funciona).

En cierto modo, la historia no es más que una versión peculiar del Cuento de Navidad, con la protagonista (notable Sandra Hüller) haciendo del avaro señor Scrooge y su padre (espléndido Peter Simonischek) como fantasma de las navidades que le da una lección de realidad poniéndola con sus extravagantes irrupciones en su vida social y laboral ante un espejo que le devuelve la verdadera imagen que ella se niega a ver ocultándola con todo tipo de mentiras (de ahí la invocación de la desnudez final, interesante como propuesta pero fallida en su ejecución). Si le irán mal las cosas a esta mujer en apariencia sólida como una roca e invulnerable a los contratiempos del trabajo que incluso su vida sexual es un desastre, limitada a observar cómo su pareja se da placer para luego concederle un pringoso detalle de morbo helado.

La vida es una broma infinita y el padre de la protagonista no hace sino recordarlo cada vez que se saca de la manga ese personaje inventado al que pone una dentadura monstruosa y un pelucón que invita a la bravuconería. Siendo ella una hija bastante antipática y él un padre que a veces se pasa de listillo, es imposible no sentir cierta incomodidad (como esperando el ascensor), parecida a la de esa mujer acostumbrada al lujo y los despachos de postín que se asoma a una ventana y ve un pequeño paisaje de pobreza al que no suele prestar atención porque está muy ocupada resolviendo problemas de los grandes empresarios que pagan por su soledad.

¿Sería justo o mezquino recurrir a esa etiqueta tan manoseada de "película sobrevalorada" cuando hay tanta inteligencia metida en ella? Esperaré a que llegue el ascensor para decidirme.

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