"¿De qué voy a hablar si La Graciosa ya no es La Graciosa?", pregunta Jorge Hernández, a sus 78 años, con más indignación en el significado de sus palabras que en su tono. Sonríe incluso. Es solo que le inquieta un poco el ritmo al que se transforma su isla, pues hace que la nostalgia se vuelva aún menos llevadera. Desde una silla en el interior de su casa, que da tanto para la calle La Caletilla como para la Rosa de los Vientos, hace memoria. "Sí, creo que nací aquí, aunque a algunos nos apuntaban en Haría y a otros en La Villa". Él era uno de los 430 gracioseros que habitaban la mayor del archipiélago Chinijo cuando el menú era "pescado asao, marisco y gofio" y vuelta a empezar, allá por los años cuarenta. Hoy, casi ochenta años después, su población local se ha duplicado y su reconocimiento como la octava isla canaria está a punto de hacerse efectivo con la aprobación definitiva del Estatuto de Autonomía a final de año. Esta semana en el Congreso el temporizador se ha puesto en marcha.

No ha seguido el mismo crecimiento modesto la llegada de turistas a la isla, que cuenta con un tráfico marítimo de casi medio millón de pasajeros al año. "A veces retumba hasta la acera cuando pasan todos juntos", explica sofocada mientras se abanica Guadalupe Luzardo (76 años), desde uno de los sofás del salón que comparte con su marido Jorge. Se queja de que "los barcos vienen llenos, y encima la gente no deja dinero".

Ella también ha sido testigo de cómo su tierra ha pasado de ser el secreto mejor guardado del Archipiélago a convertirse en un revoltijo de foráneos que deja en la isla más resaca que prosperidad. "Queremos turismo pero ha sido un boom muy fuerte y no hay capacidad para atender bien al público. Además, tiene un impacto en la acumulación de basura", concluye Alba Páez (45 años) desde la terraza La Tasquita El Caletón. En la mano lleva un mechero que ella misma decoró con arena. "¡Es la César Manrique de La Graciosa!", vocea un amigo al pasar. Páez es artista y tiene un puesto en "La Planá", una pequeña llanura que tan pronto soporta el trasiego nocturno de las terrazas, como la salida de buceadores novatos con los primeros rayos de sol.

"Aquí hay vida. Lo que no hay es regulación, pero vida sí", asegura Miguel Páez, portavoz de la Plataforma La Graciosa, Octava Isla. "Tenemos un consultorio, con su médico y su enfermero, y una farmacia", indica con orgullo mientras recorre las calles de arena. Además, continúa casi sin aliento pero con la vehemencia cocinada en años de lucha, "ahí está el colegio", muestra apuntando al Ignacio Aldecoa. "¡Y el puerto!", que también recibe embarcaciones deportivas. "La declaración de octava isla solo viene a reconocer una evidencia", afirma.

Tan claro tenían muchos gracioseros que en este lado del Atlántico había ocho islas y no siete que a Alba, por ejemplo, le sorprendía cuando llegaban de otros lugares y hablaban de "las siete Islas Canarias". Algunos incluso reconocen que les molesta que el apellido octava se le coloque a Venezuela. Francisco Páez (42 años), propietario del restaurante Enriqueta, entiende que antes se dijese "porque la gente emigró", pero ¿qué pinta ahora Venezuela en el Archipiélago?", pregunta. El hermano de Alba reconoce que siente orgullo pero que "si no hay beneficios, ¿octava isla para qué?". En la misma línea está Ismael Hernández, de 54 años, propietario del restaurante El Varadero, quien considera la declaración "más simbólica y sentimental" que otra cosa, y que le gustaría que el cambio viniese de la mano de mejoras en la limpieza y en el empleo juvenil.

Andrés Páez es de los pocos jóvenes que sí está en la isla. Tiene 24 años y ejerce como conductor de uno de los vehículos autorizados para realizar rutas turísticas. Cree que lo de la declaración es positivo, pero tiene sus dudas sobre cómo la población local se va a adaptar a la nueva oleada que podría llegar al entrar en vigor la 'condición' de octava isla.

El shock lo viven ya los más mayores, como María de los Ángeles Hernández, Margucha, a quien le preocupa la vigilancia en la isla. A sus 81 años, aún recuerda cuando tenía doce y se levantaba a diario, "aún con las estrellas en el cielo, para vender el pan por las casas". Su padre, de oficio panadero, la alistaba y ella recorría puerta por puerta las dos calles de entonces. "¡Y menos mal que eran solo dos porque a las nueve tenía que estar lista para el colegio!", cuenta recordando el estrés mañanero en una isla que no le daba aún suficiente contenido al vocablo.

"Cuando se metía viento, abríamos la puerta del colegio y teníamos que cerrar rápido porque el techo se suspendía", recuerda entre risas Indalecio Páez (55 años), aún con las botas de agua puestas tras la faena de hoy. Acaba de llegar de una jornada intensa en la mar, 85 kilos entre dos barcos. Es pescador de los de toda la vida, aunque las normas han cambiado desde la primera vez que salió a faenar aún sin dientes. Desde que el Archipiélago Chinijo fue declarado Reserva Marina a mediados de los años noventa, "la población local se ha beneficiado pero también se ha reprimido mucho", asegura Alba. Relata la tradición de secar el pescado al aire, algo que "se está perdiendo ¡y es un arte!". "Yo dejaría un límite para los maestros de la pesca, para que puedan transmitir su tradición".

Y es que el agua salada fue siempre en La Graciosa mucho más que un elemento del paisaje. Era la ilusión de los que marchaban a África a ganar 300 pesetas en tres meses en Cabo Blanco, una liña tendida de pescado al sol que significaba que los platos estarían llenos y los callos de las esposas esbuchando sin guantes la mercancía. "Si comprabas guantes ya te quitabas una taza de leche", explica Guadalupe.

Las samas, viejas y bocinegros se podían acompañar de grano cuando la tierra así quería que fuera, o cuando llegaba carga de la isla vecina. También había quien tenía ganado en la propia Graciosa traído de Lanzarote cual bolla flotante. "Parecían chorizos unos detrás de otros", recuerda Alba entre carcajadas. "Atábamos el camello y lo traíamos pegadito a la barca, flotando. Cuando veíamos que ya hacía pie lo soltábamos porque si lo dejábamos llegar a la orilla se echaba a andar con la barca a cuestas", cuenta Morales. Hoy es raro ver ganado por la isla, aunque hay familias como la de Tomasa Morales (75) y Rafael Hernández (85) que, con sus trece cabras, se dedican a ello.

La familia de Alba Paéz tenía cabras también y ella aún recuerda cuando le dejaron el encargo de cuidar de una de ellas. "Échale de comer", le dijo su madre antes de irse a Lanzarote. Ella le puso el saco entero, la cabra se empanchó "y murió jarta". "Parece que la estoy viendo, mi madre dándole agua pasote y la cabra solo decía beeee". Margucha asegura que hambre nunca pasó pero "falta de cosas sí". "Si una quería comprarse un trajito para la fiesta no había", explica con lástima. De los mismos festejos habla Mariano Morales Morales, "el hombre de las tres emes", quien cada verano sienta sus ochenta y tantos en uno de los bancos de La Caleta. "Nos enterábamos de que había fiesta porque izaban la bandera española en el local", recuerda con picardía. Aunque la mejor celebración que se gozó en la isla fue la de su boda, "con cholas y debajo de aquellas palmeras", explica señalando a un saliente de rocas. Habla de cómo pasaban las horas "desnudos, esperando a que se secase la única camiseta rota" que tenían, donde jugar a la almendra (la baraja) o a la marreta (parecido a la bola canaria) era la mejor manera de no contar las horas.

"No teníamos reloj, ¡yo qué iba a saber cuánto se tardaba en subir el Risco!", exclama Tomasa. El camino de los gracioseros era un recorrido montaña arriba por el Risco de Famara en Lanzarote. Un terreno empinado que las mujeres subían a pie para vender el pescado en la isla vecina. Aunque el trayecto servía también para otros derroteros. "Moría la gente y se subía el Risco con el muerto a cuestas para enterrarlo en Haría. Ahora ya hay cementerio", explica Margucha. "No lloré yo poco subiéndolo con los niños malos", se lamenta Guadalupe.

Ya no viajan con el sombrero graciosero, que ahora se ve más en las fotografías antiguas que en las calles. Las televisiones no se cargan con batería y las pocas luces que iluminan las calles no son faroles de petróleo traídos de Cabo Blanco y en el palo del Cabildo (banco para sentarse) se habla ahora de la visita de María Lapiedra a la isla. Como dice Jorge Hernández, La Graciosa ya no es lo que era. Y por eso en el restaurante Enriqueta suena música típica mientras la voz cantante del directo grita "¡Viva Canarias, que ya somos ocho!".