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Pistas para entender aquel largo día

El historiador Enrique Moradiellos trara de dar respuesta a la incógnitas que sobrevuelan sobre lo que sucedió aquel 23-F de 1981 y sus protagonistas

El coronel Antonio Tejero en el estrado del hemiciclo con la pistola en la mano .

El historiador Enrique Moradiellos traza doce pistas para conocer mejor lo que sucedió aquel 23-F de 1981. Moradiellos es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura y autor de libros indispensables como su biografía del presidente republicano Juan Negrín o Historia mínima de la Guerra Civil española (premio Nacional de Historia en 2017).

¿Algún punto ciego?

Como todo fenómeno histórico importante, el frustrado golpe de Estado militar de febrero de 1981 sigue siendo una cantera de trabajo y de interrogantes sin agotar en todas sus dimensiones y facetas. Ante todo, porque siguen apareciendo materiales informativos inéditos sobre el mismo, ya sean testimoniales, documentales, diplomáticos o de otro tipo. A título de ejemplo, el año pasado (2020), se publicó un interesante libro de Alfonso Pinilla sobre la intentona que utilizaba por vez primera los papeles personales del general José Juste Fernández, que mandaba la unidad más potente del Ejército español, la División Acorazada ‘Brunete’, encargada de proteger (¿o tomar?) Madrid en caso de emergencia o necesidad. Y la obra no ofrece sólo información valiosa sobre aspectos más o menos oscuros de la preparación del golpe, sino que refrenda el protagonismo del personaje en el desenlace final adverso.

¿Tejero, ‘tonto útil’?

No me parece aplicable esa fórmula, sinceramente. Presupone que el coronel Antonio Tejero Molina era corto de miras y de inteligencia, que apenas sabía lo que hacía y que obraba como mero títere al dictado de una mente superior y omnisciente. Pero esa fórmula no encaja bien con su actuación ni antes ni después de la crucial tarde y noche del 23 de febrero. Para empezar, porque el plan golpista del que forma parte directiva es claramente anticonstitucional desde su origen y pretende entregar el poder a una Junta Militar de plenos poderes con patrocinio real y posiblemente con el general Milans del Bosch al frente. Además, se atiene a él hasta el final y sin admitir ningún compromiso. Para seguir, porque tiene un protagonismo decisivo en el fracaso de toda la operación, al encontrarse con la resistencia inesperada de muchos compañeros de armas que, primero, esperan a la orden del rey antes de pronunciarse y, luego, obedecen su mandato de no secundar la operación y permanecer fieles a la Constitución. Y, finalmente, porque ante ese equilibrio inestable provocado por la falta de unidad del Ejército ante la iniciativa golpista, Tejero también declina someterse al otro plan de resolución de la crisis por vías más o menos constitucionales: el llamado a veces plan De Gaulle del general Alfonso Armada para crear un ‘gobierno de concentración’ con él como presidente con vasto asenso parlamentario y beneplácito real.

¿La prensa influyó?

Todo parece indicar que así fue y, además, que fue un error de cálculo determinante de su fracaso en gran medida. Los golpistas de la operación Milans-Tejero infravaloraron el poder de los medios de comunicación para crear (o frenar) un ambiente público propicio a la iniciativa y a su consolidación. Aunque intentaron tomar algunas instalaciones de radio y televisión, incluso algunas sedes de periódicos, no lograron su objetivo plenamente, en parte por descuido, en parte por falta de fuerzas suficientes y en parte por esa infravaloración de la importancia de la tarea. Y el resultado fue que tanto la radio como la televisión como muchos diarios (recuerdo, por ejemplo, las sucesivas tiradas de El País con su portada: “El País con la Constitución”) pudieron seguir informando de una operación militar que, en términos mediáticos, fue bastante zafia y deplorable. Sólo basta recordar la fuerte impresión que produjo en todos los espectadores de mínima sensibilidad cívica las imágenes del penoso asalto al Congreso de guardias civiles con disparos al aire indiscriminados, zarandeando al general Gutiérrez Mellado sin respeto alguno a su jerarquía militar y a su edad, vociferando gritos y hasta expresiones gramaticalmente incorrectas en lengua española. Esa demostración de brutalidad, mala educación y hasta matonismo chabacano cercenó muchos potenciales apoyos o simpatías hacia la operación entre la opinión pública más derechista o crítica con la situación entonces imperante.

El papel de Sabino Fernández Campo

Como principio, debemos cuidarnos de la tentación mitomaníaca de buscar siempre protagonistas decisivos, únicos o exclusivos. En aquella coyuntura, como en tantas otras, los protagonistas importantes fueron varios y cada uno en su orden y momento respectivo: el rey con su negativa a aceptar las peticiones de apoyo expreso de Milans o a condonar la acción violenta de Tejero; los propios Milans y Tejero, al disentir respecto al valor de contar o no con la aprobación real antes de seguir adelante o cancelar la operación; el general Quintana Lacaci, como capitán general de Madrid, con su control de la situación en la capital; el general Juste con su decisión de someterse a la orden de su superior, Quintana Lacaci, y del propio rey; el general Armada, con su plan para aprovechar la acción de Tejero y presentarse como alternativa de resolución de la crisis al frente de un gobierno de concentración nacional semi-constitucional; los generales Aramburu Topete y Andrés Casinello, el primero director general de la Guardia Civil y el segundo su jefe del Servicio de Información, que lograron frenar los apoyos de ese cuerpo a Tejero (que sólo consiguió movilizar a menos de 270 hombres para su asalto al Congreso)…

En el caso del general Fernández Campo, sin duda, tuvo un papel muy destacado en varios momentos, acaso sobre todo dos. El primero es quizá el más crucial. Apenas iniciado el golpe, el general Juste llamó al Palacio de la Zarzuela para informar de su decisión de desplegar la División Acorazada sobre Madrid y confirmar que allí estaba el general Armada con el visto bueno del rey. Su sorpresa fue mayúscula cuando Fernández Campo le respondió con el famoso: “Ni está, ni se le espera”. Es entonces cuando comprende el equívoco de suponer que el plan de Armada está avalado por el rey y decide suspender ese despliegue militar que tenía que haber completado el que el general Milans del Bosch está haciendo en Valencia en ese mismo momento.

El segundo viene de inmediato, cuando Armada solicita permiso para acudir a la Zarzuela y tratar de solucionar la crisis mediante su plan De Gaulle con apoyo real. Fernández Campo rechaza esa propuesta porque, primero, sospecha que Armada está jugando a dos barajas (como así era) y, segundo, porque su plan era ya inaplicable después de la violencia humillante de Tejero sobre los diputados y el gobierno en el asalto al Congreso: ¿qué sombra de legalidad podría tener un ‘gobierno de concentración’ de todos los partidos dictado bajo la amenaza de una pistola de guardias civiles insubordinados? Quizá cabría incluso añadir un tercer momento más difuso pero continuado: su asesoramiento al rey para ir hablando casi uno a uno con los mandos militares de toda España para garantizar su lealtad a la Corona, paso previo antes de cursar la orden a la cúpula militar para defender la Constitución (que sale en el télex a las 22.35 horas peninsular) y para su discurso público televisado (emitido a las 00.20 horas canaria ya de la madrugada del día 24).

Es cierto que el general Fernández Campo no dejó escritas sus memorias sobre aquel episodio y que tampoco están disponibles sus papeles personales de aquella coyuntura. Pero sí que tenemos sus declaraciones oficiales y oficiosas. Están, por ejemplo, las que hizo como parte de los dos procesos judiciales abiertos para dilucidar las responsabilidades civiles y militares en el golpe: uno en el Consejo Supremo de Justicia Militar (con sentencia de junio de 1982) y otro en la Sala Penal del Tribunal Supremo (con sentencia en abril de 1983). Y están igualmente sus testimonios en diversos medios.

Es harto probable que se fuera a la tumba guardando muchos secretos, naturalmente, como muchos otros protagonistas históricos de aquella coyuntura. Pero el volumen de información disponible permite trazar con precisión las líneas generales y gran parte de los matices del fenómeno histórico, sin ninguna duda humana razonable. Y dentro de ese cuadro, Fernández Campo es, en palabras de Leopoldo Calvo Sotelo (que tenía motivos para saberlo): “un personaje clave de la transición política, sin el que no hay manera de entenderla bien”. Nada menos.

Suárez, ¿un héroe?

A la hora de entender cómo fue posible la gestación de la crisis de febrero de 1981, con la concurrencia y eclosión de varias tramas golpistas de distinto pelaje, es inevitable referirse a la situación socio-política que entonces atravesaba España. El presidente Adolfo Suárez estaba al frente de un gobierno de UCD en franca descomposición interna, que sufría el desgaste de una fuerte ofensiva de la oposición parlamentaria, a la par que afrontaba una crisis económica muy seria que dejaba un poso de malestar ciudadano manifestado en el famoso ‘desencanto’ popular con la democracia y sus promesas de mejoría de las condiciones de existencia materiales de los españoles. Además, Suárez y sus asesores tenían graves dificultades para dirigir armónicamente el desarrollo constitucional del nuevo Estado autonómico y sufría el zarpazo del terrorismo de ETA que se cebaba con las fuerzas armadas y de seguridad (recordemos que las víctimas mortales de esa actividad pasaron de ser 17 en 1976 a 94 en 1980, el número más alto de toda su historia sanguinaria). Ante esa crisis multifactorial, ya habían surgido fuertes críticas a la capacidad política de Suárez para reconducir la situación desde todos los frentes (los sectores democristianos y socialdemócratas de su propio partido; la crecida oposición socialista y comunista; los mandos militares descontentos con la errática política antiterrorista; el propio rey…). Y así fueron creciendo las demandas a favor de “un golpe de timón” (en palabras certeras de Josep Tarradellas) para dar salida a esa crisis mediante distintas fórmulas. Algunas constitucionales: la formación de un nuevo gobierno presidido por otro líder de la UCD o incluso de un gobierno de concentración nacional (solicitado por el PCE de Santiago Carrillo y temido por el PSOE de Felipe González). Otras claramente anticonstitucionales: la intentona golpista de Milans-Tejero. Y otras en el filo de la navaja: la operación De Gaulle de Armada, que intentaría aprovechar el río revuelto de la intentona de Milans-Tejero para sus propios fines.

Suárez trató de anticiparse con su dimisión inesperada a finales de enero de 1981, confiando en que el nuevo gobierno presidido por Leopoldo Calvo Sotelo sirviera para frenar las conjuras militares tanto como las operaciones de derribo político-parlamentarias. En eso se equivocó, sin duda. Pero también es cierto que su figura personal salió muy bien parada de la crisis del 23-F. Sobre todo por la dignidad y serenidad con la que afrontó el desafío de los golpistas en el hemiciclo, saliendo en defensa de su vicepresidente Gutiérrez Mellado cuando fue zarandeado y negándose a ocultarse bajo su asiento mientras los guardias civiles disparaban ráfagas al aire para intimidar a los parlamentarios y forzarlos a humillarse en público. Todavía es impactante comprobar la entereza de Suárez y de Gutiérrez Mellado en medio de aquella tensión brutal. Si eso es estar cerca de la categoría de ‘héroe’, desde luego que ambos se ganaron el epíteto, me parece.

El elefante banco

Esa fórmula metafórica surgió al compás del golpe para referirse a la ‘autoridad militar competente’ que, según los guardias civiles sublevados, habría de llegar pronto al Congreso para imponer un gobierno de orden y autoridad en España, en sustitución del constitucional que se estaba votando en la sesión del 23-F. Como nunca llegó esa autoridad militar, se dio en llamarlo ‘el elefante blanco’, un animal muy raro y poco habitual que cuesta mucho localizar.

Todo parece indicar que esa fórmula aludía encubiertamente al general Alfonso Armada, aunque él lo negó hasta el final de su vida. También negaron serlo el general Milans del Bosch, sublevado en Valencia, y el general De Santiago y Díaz de Medívil, que había dimitido como vicepresidente meses antes por su desacuerdo con Suárez y que había escrito días antes del golpe un artículo en el diario El Alcázar (titulado “Situación límite”) que era una llamada al golpe militar apenas velada.

La suposición de que ese ‘elefante blanco’ fuera el propio rey es manifiestamente absurda y desmentida por las evidencias probatorias, aunque ha sido esgrimida por los autores del golpe como justificación pública.

El papel del rey Juan Carlos I durante el proceso de transición de la dictadura franquista a la democracia es tan inequívocamente crucial y palmario que no cabe ponerlo en cuestión por su conducta posterior más o menos reciente y criticable. Volvemos aquí a tener que lidiar, como historiadores, señala Enrique Moradiellos, con el peso de la mitomanía popular que, o bien ensalza su protagonismo hasta verlo como la figura intocable del héroe y sumo salvador del porvenir y la paz de España, o bien lo rebaja sin matices ni grados a la condición de chivo expiatorio de todos los males presentes y pasados del país, como si fuera un apestado reprobable y casi eliminable.

El balance histórico es por definición mucho más equilibrado y matizado y excluirá esos extremos burdos: ni héroe perfecto, ni malvado integral. Desde una perspectiva historiográfica, el legado de su actuación durante la transición y primera etapa de la consolidación democrática no es sólo imborrable sino también brillante en términos relativos y comparativos con otros procesos similares, en España y en el extranjero. Y eso no lo va a cambiar ninguna conducta reprobable posterior si es que acaba sustanciándose como tal ese comportamiento que ahora se denuncia y critica. El rey se ganó los laureles del prestigio y fama que tuvo durante muchos años y que, evidentemente, ya se han eclipsado en buena medida en la actualidad.

Cabe recordar que su discurso se hizo público pasada la media noche, cuando ya era evidente que el golpe había fracasado en su tentativa de imponer un régimen militar en el país. Un fracaso derivado, ante todo, del hecho de que no sólo no había podido contar con el aval del rey, sino que había tenido que enfrentarse a su determinación de evitar que el resto del ejército secundara la intentona y prestara su concurso activo o pasivo para su triunfo. Costó lo suyo en horas y conversaciones, y obligó al rey a actuar muy por encima de sus responsabilidades constitucionales, apelando directamente al honor y lealtad de cada uno de los mandos militares dudosos, indecisos o favorables a las ideas golpistas.

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