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Reflexiones

¿El país más quejica del mundo? De La Gomera a Isabel II

La Reina Isabel II.

Si tienes un problema, y puedes

hacer algo, no te preocupes, sencillamente haz lo que debas para

solucionarlo. Y, si no está en tu

mano hacer nada para que las cosas sean de otra manera, ¿por qué te preocupas?

Ahora que hemos terminado el primer verano de la nueva normalidad hemos vivido dos situaciones que hace mucho que no vivíamos. Por un lado, los encuentros de amigos y familiares, sin tener que estar contando cuántas personas se reunían. Y, por otro lado, que en esas reuniones muchas personas contaran los viajes que habían hecho en verano. En nuestras reuniones suelen aflorar dos discursos: por un lado, la queja sobre nuestro sistema institucional, sanitario, judicial, económico, sobre nuestros servicios públicos; por otro lado, el discurso de que la culpa de todos nuestros males la tienen nuestros políticos, y, en general, todo nuestro sistema político, por ejemplo, por los despilfarros que se dice que se asocian al sistema autonómico. Este verano, en que recibí la visita de familiares estadounidenses, al comparar lo orgullosos que están ellos de su país con lo que nos avergonzamos nosotros del nuestro llegué a la conclusión de que dos de los rasgos que caracterizan nuestra cultura son: 1) cuando nos juntamos nos ponemos a competir a ver quién despotrica más y 2) pensamos que nuestro país (y nuestra cultura) son los peores del mundo (aunque a veces, en otros contextos, nos asalta un cierto fervor patriótico). La frase con la que iniciaba esta reflexión, que puede aplicarse en otras culturas, no se aplica a nosotros. Entre nosotros, el comportamiento que se inculca socialmente es que, si crees que hay cosas en la sociedad que no son como deberían de ser, lo que debes hacer es quejarte, pero no hacer nada para cambiar las cosas. El que en otros lugares estén orgullosos de su país y nosotros nos avergoncemos de lo nuestro tiene que ver, más que con motivos ‘objetivos’ para ello, con particularidades de nuestra cultura política que explicaré a continuación.

Werner Sombart, sociólogo alemán de principios del XX, en su libro Por qué no hay socialismo en América planteaba que cuando los miembros de una sociedad perciben que la sociedad en que les toca vivir es injusta tienen básicamente dos estrategias posibles. Una la denominaba voice, alzar la voz, quejarse y trabajar para construir una sociedad más justa. La otra, que denominaba exit, es la que en Canarias denominamos «mandarse a mudar»: si te parece que la sociedad en que te tocó vivir es injusta lo que haces es emigrar a otra que te guste más. ¿Por qué hay tanta queja en España? En la segunda mitad del siglo XX el franquismo logró, en gran medida, imponer su cultura política, que se resume en aquella frase que supuestamente dijo el general: señora, yo le sugiero que le diga a su marido que haga como yo y no se meta en política. Y aclaro: tanto se metió Franco en política que creó su propio régimen (que se pretendía ‘apolítico’). Como de aquellos lodos vinieron estos barros, el proceso de socialización en la cultura política de muchas de las personas más cultas de nuestra sociedad en el último medio siglo ha sido más o menos el siguiente: hijos de profesores, médicos, abogados, arquitectos, o funcionarios, que han pasado la vida oyendo a sus padres y abuelos quejarse de lo mal que está nuestro país, y que han aprendido que la queja era lo normal, y que, efectivamente, nuestra educación, sanidad, abogacía o función pública deben estar muy mal. No como en el extranjero, donde, que sí que se hacen las cosas bien. Pero, como entre el miedo a la represión y la pasividad el franquismo logró desactivar a la sociedad civil, y no digamos ya la contestación, nuestros jóvenes (y no tan jóvenes) no aprendieron que podían se contestatarios y decirles a sus mayores: ¿y por qué en vez de quejarse y no hacer nada no se han esforzado por construir una sanidad, educación o función pública mejores? Y esforzarse por construir un país mejor en lugar de limitarse a la queja.

El fenómeno ciertamente es complejo, y en esto de que seamos el país más quejica del mundo seguramente influyen también otros factores. Uno más reciente tiene que ver con los problemas asociados al sistema electoral: en lugares como La Gomera la gente suele tener mucho interés en la res pública porque perciben que con unos pocos votos se pueden cambiar el tipo de políticas que se realizan. En otros lugares, donde a menudo se percibe que el valor del voto de cada ciudadano no es igual en función de dónde vote, la política se vive como una situación de ‘indefensión aprendida’: los políticos hacen cosas que afectan a mi vida cotidiana, pero como yo no tengo manera de influir en la política, no tengo manera de controlar mi vida cotidiana. Cuando lo cierto es que podrías, por ejemplo, presionar para cambiar el sistema electoral. Un factor más antiguo tiene que ver con las discontinuidades que en la larga tradición democrática española, tanto en el reino de Castilla como en el de Aragón, se dieron a partir del desarrollo de la monarquía absoluta, y con el desconocimiento de nuestra tradición democrática, ya que el franquismo tuvo éxito imponiendo su discurso de que la democracia era algo ajeno a nuestra tradición cultural. Mientras que los habitantes del Reino Unido, mucho antes de Isabel II, eran ciudadanos que tenían la capacidad de influir en cómo se iba construyendo su país, aquí, durante mucho tiempo, hemos sido súbditos de un reino en que la opinión de los comunes no se tenía en cuenta. Aunque ciertamente hay cuestiones mejorables, nuestra democracia funciona de manera mínimamente aceptable, lo que hace pensar que dentro de cincuenta años viviremos en el país que ahora construyamos. Abandonemos la cultura de la queja y trabajemos para que entonces estemos orgullosos.

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