Adiós a un periodista ilustrado y un apasionado melómano

Guillermo García-Alcalde, mi tutor, mi guía, mi amigo, mi maestro

Guillermo ha estado en todos y cada uno de los hitos de mi vida, no solo profesional, sino también personal, con un cariño enternecedor

Ángel Tristán Pimienta y Guillermo García-Alcalde, en Santa María del Naranco.

Ángel Tristán Pimienta y Guillermo García-Alcalde, en Santa María del Naranco. / Fernando Gutiérrez

Ángel Tristán Pimienta

Fue una tarde de invierno. Una tarde de perros. Diciembre de 1966. Salvador Sagaseta me llevó de la mano, talmente, a la redacción de LA PROVINCIA, que acababa de salir en su segunda etapa. Fue un flechazo. Aquel ambiente me hechizó. Jóvenes periodistas, con el cuello desabrochado y la corbata colgando, aporreaban algunas barrigudas máquinas Olivetti, verdeolivas, por cierto, y las más modernas y tostadas Adler. 

Olía a plomo; una neblina que subía desde el taller, situado en la planta baja, con entradas por Murga y León y Castillo, donde las linotipias fundían las barras de metal para fabricar las líneas de texto. Un día uno de aquellos muchachotes fichados en la Península por el director Albertos, me enseñó las tripas de LA PROVINCIA y Diario de Las Palmas. Se llamaba Guillermo y era asturiano. Tuvo un gran detalle: le pidió muy educadamente y por favor a un linotipista que hiciera en plomo mi firma: Ángel Tristán Pimienta, un recuerdo que durante muchos años fue mi pisapapeles favorito, y vacuna contra el desánimo. 

Hace unos 56 años, semana más, semana menos. Congeniamos enseguida, y tanto él como los también asturianos José Antonio Canal y Fernando Gutiérrez, y el navarro Félix Macua Sagasti, me incorporaron al grupo. Ellos habían nacido casi todos alrededor de 1940. Yo en 1948. Era pues ‘el chico’, o ‘el niño’. Conmigo, que vivía a medio camino entre el Parque de Santa Catalina y Las Canteras, descubrieron algo increíble para unos muchachos del cantábrico: el self service Bandama, situado en el ático azotea de un edifico de Luis Morote. Comer lo que quisieran y cuanto quisieran, y además, a mayores, rodeados de nórdicas, y nórdicos, en bikinis. 

Periodismo de proximidad y de conseguir cosas

Guillermo García-Alcalde era el mejor. El más culto, el más amable. Quien, de verdad, me enseñó lo que era buen periodismo, el periodismo necesario, el motivo del oficio que habíamos elegido, yo casi sin darme cuenta; mi experiencia se reducía a tres ‘cartas al director’, dos gacetillas y la dirección de un periódico escolar a multicopista, Nuestro Criterio, en el colegio Jaime Balmes. Él fue quien mejores reportajes de chabolas hizo. Al final de Mesa y López, cuando apenas era un carril, debajo de Alcaravaneras, terminado de inaugurar el tramo por el alcalde Ramírez Bethencourt, o en El Confital… Se trataba de hacer visible la parte invisibilizada de la ciudad durante la dictadura. Hacer un periodismo no solo de proximidad sino que consiguiera cosas. Casas, por ejemplo. Yo tomé su relevo, y sentí por primera vez cuánto bueno se podía hacer por y para la gente con un folio, una Adler, una bobina de papel sueco y una rotativa. 

Anteayer, cuando nos enteramos de su triste muerte, mi mujer me dijo, entre lágrimas, que siendo un hombre importante con mucho poder, siempre se interesaba por cómo estábamos y por nuestras hijas. «Era una buena persona». Fue inevitable que recordara la famosa cita de Ryszard Kapucinsky: «Para ejercer el periodismo, ante todo hay que ser buenos seres humanos». Buenos seres humanos que quieren mejorar la vida de otro seres humanos y combatir las injusticias. Eso lo aprendimos en el tajo diario con el genial y valiente director que fue José Luis Martínez Albertos. Y Guillermo lo practicó hasta el fin de sus días. A lo que agregaba unas dosis enormes de lealtad. Para él la lealtad, la amistad sublimada, el trato educado, y elegante, la cultura como un todo sin recovecos ni baúles congeladores, lo fue todo. 

Regreso a Asturias

Creo que fue a principios de 1968 cuando volvió a Asturias, para cumplir el servicio militar. Releía sus crónicas y reportajes y cogí el relevo del periodismo social. Poco después tuve que ir a Madrid, a Cuadernos para el Diálogo, creo, o a Gaceta Ilustrada, y cogí el ‘expreso’ -un eufemismo sarcástico, como no se refiriera a una cafetera italiana- nocturno para Oviedo. Allí pasé tres días que recuerdo hora por hora. La foto que nos tomó Fernando Gutiérrez en Santa María del Naranco es uno de los recuerdos más preciados de mi archivo. Desde allí fui a Barcelona, para arreglar unos asuntillos y charlar con Albertos. En 1970 Guillermo me daba, en una cuartilla pulcramente escrita, una gran noticia: había vuelto con una chica con la que ya salía a los 19 años, Mari, su gran amor, la que sería su mujer, y después de dejarlo un par de veces «hemos vuelto definitivamente». Me contó muchas novedades periodísticas, y me dio un consejo: «No te quedes estancado, mi niño, que el periodismo, tarde o temprano, acaba defraudando».

Lo comentábamos entre risas poco antes de la pandemia en Meloneras en el restaurante de la piscina del Hotel Villa del Conde, después de hablar de nuestras mujeres, esposas e hijas. «Je, je», le dije, «es verdad que defrauda mucho, ¡casi una vez cada día!, pero hemos aprendido a soportarlo. El resultado final es que vamos ganando, que hemos llegado lejos, muy lejos, a donde nunca pensamos llegar hace cincuenta años…» «Los únicos defraudados - apostillé con una dosis de pimienta lagunera- son los que querían y aún quieren vernos defraudados». «Sí, contestó sonriente, hemos cumplido, y todavía nos queda cuerda…». 

En todos los hitos

Guillermo ha estado en todos y cada uno de los hitos de mi vida, no solo profesional, sino también personal, con un cariño enternecedor. ¿Un segundo padre?, ¿un hermano mayor? Un tutor, desde luego, y mi maestro. Semper fidelis. Siempre leal. Con un concepto radical de la amistad. «No te fíes de la comedia social; todos quieren algo de un periodista», «tienes que aprender a conocer a los conocidos»

Preocupado por mis devaneos en política, que eran un inconveniente serio, desde luego, para mi carrera profesional, aprovechó sabiamente una oportunidad para, con ayuda de mi novia, luego esposa, María Luisa Pita, convencerme de que debía dedicarme solamente al oficio. Lo que sí me defraudaba era la política; sobre todo su vertiente caníbal. Les hice caso a ambos. A principios de 1982, cuando casualmente tenía grandes perspectivas electorales, di un portazo. ¡Viva el periodismo!, celebré con una sidra. En septiembre de 1984 me ascendieron a redactor jefe. Me sentí como los aviones cuando calientan motores en cabecera de pista. El tarjetón festivo de Guillermo revelaba una intención oculta. «Lo que más me alegra de tu nombramiento es que te vamos cercando y dejándote sin argumentos para aplazar esa boda en el pazo (de Mera, en Ortigueira) donde va a correr generosamente el albariño y los mejores caldos del ribeiro…».

La boda llegó el 17 de agosto de 1986, y él estuvo allí con Mari. Luego, mientras Luisa y yo estábamos de viaje en Portugal logra ponerse en contacto conmigo. «Hola Ángel, Javier y yo queremos verte cuanto antes para un asunto importante. ¿Puedes venir?» Naturalmente. Luisa lo tuvo claro. Tuvo un soplo. «Tiene que ser algo importante. Te llevo al aeropuerto».

Traslado a Galicia

Guillermo me esperaba en El Padrino, en Las Coloradas. Fue sobre el 25 o 26 de agosto. Estaba solo. Extendió las dos manos sobre la mesa, acercó la cara con aire conspirador y me soltó de sopetón: «Esto es muy confidencial, secreto, no se puede enterar nadie». De acuerdo, le dije, ni Luisa. «No, por Dios, Luisa sí, pero que no se lo diga a nadie». Lo que me trasladó es que EPI iba a comprar Faro de Vigo, que era una oportunidad, porque los periódicos adquiridos poco antes en la subasta nacional de la Prensa del Estado, La Nueva España, de Oviedo, Levante-El Mercantil Valenciano e Información de Alicante, estaban dejando «mucho dinero». «Es una oportunidad, y Javier quiere que tu vayas de subdirector….» Y añadió una coda: «Y si aguantas cuatro años, Ángel, volverás a LA PROVINCIA de director». 

Aceptamos. Guillermo y Moll no entendían que recién casados como estábamos, Luisa no fuera. Pero mi mujer, licenciada en Farmacia, preparaba las oposiciones a Sanidad y no se iba a quedar colgada de la brocha. Aguanté trece meses, porque no contaba con el factor psiquiátrico. Con cuatro años enteros saldría para ingresar. Cuando se lo dije a Guillermo, fue muy comprensivo. Tenía todos los datos. Todos. Me abrazó, y una semana después volvió por la redacción en Chapela y me dijo que sí, que regresaría a Las Palmas de subdirector, pero que me olvidara de la dirección. 

La empresa activó un ‘plan b’. Fue Melchor Fernández, desde La Nueva España, que dio paso a su vez a Diego Talavera; luego vino Julio Puente, desde Faro de Vigo, pero también de la expansiva escudería asturiana.

Dirección de LA PROVINCIA

Otro momento: en agosto de 2005, llamada de Guillermo. Voz fuerte, firme. Buenas noticias. «Ángel, ¿quieres ser director de LA PROVINCIA?». Quería, claro que sí.  

Llegó la crisis, entramos en un mundo de inseguridades. Todas las certezas se habían volatilizado en un santiamén. Entramos en un mundo desconocido. La crisis económica, la vorágine digital. El vértigo. Pero Guillermo seguía con su visión y su indiscutible liderazgo. Marcando un rumbo que cada día había que adaptar a las circunstancias. Me dio una razonable autonomía en la dirección. Innovamos, externalizamos. Sacamos nuevos productos. Potenciamos la información sobre la corrupción y la inmigración. Empujamos el cambio digital. Empezaba, abruptamente, la era de las grandes migraciones del sur al norte. ¿Recuerdan aquella frase de o el norte desarrolla al sur o el sur emigrará al norte y no habrá muro capaz de detener este proceso?. 

Un día, Guillermo cumple 65 años. Algo después, quiere dejar encaminada su sucesión. Y otra vez, pero no será la última, piensa en mí como una de las patas del trípode. Director General de Contenidos. Le digo que mi tiempo se acaba con el suyo. Que quien le suceda, el pobre Nacho había muerto antes de tiempo, estaría ya diseñando un equipo a su medida. Manolo Pascual, un sabio prudente, que parece que no moja pero empapa, entendió perfectamente mi pase a la reserva.

Gracias

No he podido seguir los consejos de los necrologistas: hablar solo del muerto y no del vivo. Guillermo me hizo lo que soy. Gracias a él he disfrutado de esta profesión. Y he adquirido el compromiso conmigo mismo de transmitir su legado. Nuestra historia común acabó solo con su muerte, o no, porque unos días antes, como jurado de los Premios Canarias de Comunicación 2023 había dado nuevas muestras de su insobornable honestidad, su lealtad, su defensa de las reglas del juego y de los valores éticos, que ya se pierden con descaro.

No he hablado de su faceta cultural, importantísima, ni de su concepción serena, conciliadora, progresista, de la canariedad. Ni de su obra, imprescindible, en la música o en la historia. Ni de su apoyo al Club LA PROVINCIA, ni de su enorme aportación a la concordia. Ni de ese equipo formado por dos periodistas, Guillermo García Alcalde y Juan Ignacio Jiménez Mesa que en feliz confluencia con un financiero de 28 años, Javier Moll, y su esposa, Arantza Sarasola, crearon el mayor grupo de prensa de proximidad de España, nuevo matraz para explorar la comunicación que se abate sobre nosotros y que pone en riesgo incluso al sistema democrático.

Como me decía Amado Moreno la noche del lunes en el tanatorio, sin la luz, el faro, de Guillermo aumenta la sensación de estar rodeados de tinieblas. 

Pero, seguiremos. Como él quería. 

Adiós.