Napoleón Dinamita Wiot (y III)
«Una de las pancartas era inequívoca: ‘San José se opone a que se readmita a los indeseables’. W. era el indeseable número 1. La decisión quedó en suspenso»

Edificio de la comisaría de la calle Luis Antúnez, 6, lugar de detención y tortura donde fueron asesinados numerosos republicanos. / LP/DLP
En las dos entregas anteriores hemos seguido la evolución de Antonio Wiot Hernández. Un joven con muchas ansias de protagonismo, proveniente de una clase social acomodada, de ideología derechista, que va labrando su vida a costa de un planteamiento teóricamente altruista, pero que esconde un narcisismo elevado a la enésima potencia. Su paso por la dirección de la policía municipal de Las Palmas, entre 1934 y 1936, no hace sino reforzar las características egocéntricas, pero con un gran poder derivado del control de una fuerza pública compuesta por 130 hombres. Esto lo lleva no solo a desear salir continuamente en la prensa, ávido de figurar en el Olimpo de los héroes –incluso amañando partes de la policía para figurar siempre en primera línea del combate contra la delincuencia–, sino a realizar acciones amenazadoras sobre ciudadanos vulnerables que sobrevivían bordeando la legalidad. También apuntábamos la posible existencia de una red de extorsión que utilizaba la dinamita y el fuego para arruinar a comerciantes foráneos o beneficiar a determinados empresarios con problemas de liquidez a costa del pago de los seguros. Hasta aparecen personas sospechosamente fallecidas con signos de violencia. Y, como demostramos, W. siempre estaba por ahí.
Pero es hora de explicar cómo una persona de estas características se transforma en un psicópata, un sádico y un asesino. Nos vamos a 1936. En febrero de ese año, las izquierdas agrupadas en el Frente Popular ganan las elecciones generales. Las reacciones no tardan en producirse a nivel institucional y las anteriores corporaciones locales elegidas democráticamente en 1931, que habían sido destituidas en octubre de 1934, fueron repuestas. Como describe Agustín Millares Cantero en su libro Esperanzas y furias. Agitaciones grancanarias bajo el Frente Popular (1936), pp. 202-209, la presión popular, organizada sobre todo por la Federación Obrera de Gran Canaria, convoca una imponente manifestación el 20 de febrero para lograr la reposición del alcalde legítimo Luis Fajardo Ferrer. Por supuesto, era unánime la postura de destituir a Antonio Wiot, acusado de «múltiples atropellos contra la clase trabajadora», lo que se verifica en las primeras sesiones de los nuevos munícipes. Alberto Hernández, militar de carrera, que había abandonado el servicio de armas por la ley de jubilación de Manuel Azaña en 1931, es nombrado para el cargo. Sin embargo, la decisión es recurrida por W. y el Tribunal Provincial de Amparo dicta una sentencia confirmando la ilegalidad de la medida, amparándose en una ley municipal dictada para un periodo de excepción. El escándalo entre las fuerzas obreras fue monumental y la corporación se vio en el dilema de reponer o no. El 5 de junio un nuevo pleno se tiene que resolver rápidamente por la presencia de cientos de personas en señal de protesta. Una de las pancartas era inequívoca: «San José se opone a que se readmita a los indeseables». W. era el indeseable número 1. La decisión quedó en suspenso, y esta es la situación en las vísperas del 18 de julio.

Lugar donde fueron asesinados los enfermeros del Hospital San Martín y sindicalistas en octubre de 1936. / LP/DLP
En dos de los escritos memorialísticos más importantes, realizados por dos republicanos que sufrieron la represión, se nombra de manera destacada a W. En el de Antonio Junco Toral (Héroes de chabola), las menciones son genéricas, sin concretar hechos, pero enmarcando al personaje entre los más destacados victimarios, en unión del capitán Cristóbal García Uzuriaga, jefe provincial de Orden Público, y Luis de Teresa, jefe de policía de Las Palmas. A ellos los menciona como los principales integrantes de lo que se llamaba el ‘tribunal de sangre’, supuesto cónclave represivo que se dedicaba a decidir sobre la vida o muerte de un preso en las comisarías de la capital grancanaria. Sin embargo, Ambrosio Hurtado de Mendoza (Lo que yo vi) describe con detalle algunas de sus acciones y no duda en calificarlo como «una de las figuras más espantables de la represión de los sublevados». Por ejemplo, para conseguir el fusilamiento del inspector de la policía municipal que lo sucedió, Alberto Hernández. Las pruebas presentadas ante el consejo de guerra que lo condenó a muerte fueron facilitadas por W., cuando aquel había rendido a la guardia municipal el mismo 18 de julio sin disparar un solo tiro. Unas cuantas pistolas escondidas por civiles bastaron para incriminarlo y condenarlo por rebelión. Según describe Hurtado de Mendoza, a W. le encantaba asistir como «mirón» a los fusilamientos en el campo de tiro de La Isleta, e imagina el «placer irresistible» que tuvo que sentir al ver cómo las balas atravesaban el cuerpo de su sucesor en la guardia municipal. Muy creíble la escena. También Hurtado lo vincula con las torturas hasta la muerte en las comisarías y en las sacas hacia la Sima de Jinámar, al parecer siempre como jefe y observador, nunca manchándose las manos.
Pero vayamos a la documentación disponible, en primer lugar la del Ayuntamiento de Las Palmas. Wiot y cuatro guardias municipales (el sargento Juan Oropesa Melián, el guardia de 1ª Francisco Arocha Ayala y los guardias de 2ª Francisco Santana Tejera y Antonio Carmona Sánchez) pasaron a trabajar en la Jefatura de Orden Público de Las Palmas, encargados de auxiliar a las fuerzas de policía en las tareas de denuncia, detención e interrogatorio de los republicanos. La cercanía de los municipales a la ciudadanía le confería una importancia decisiva para ese cometido. Y, además, W. era un verdadero especialista en estos menesteres, ya liberado de las ataduras de una normativa que en teoría tenía que cumplir. El 17 de marzo de 1937 la corporación recibe un escrito del Delegado de Orden Público, García Uzuriaga, en el que destaca la «lealtad y celo» del grupo en las tareas encomendadas, proponiendo la concesión de gratificaciones para todos ellos. Los concejales acuerdan que conste en sus expedientes. Dos meses después, el mismo Uzuriaga solicita sustituir a los guardias que han cesado.
Por lo tanto, el grupo de Wiot permaneció en labores de policía durante el periodo más negro de la represión en Gran Canaria, entre el julio de 1936 y abril o mayo de 1937, y no hay duda de su participación en torturas y asesinatos. Existían cuatro centros de detención en la ciudad: el de la calle Pérez Galdós, muy cerca del actual Cabildo, que era la comisaría oficial; pero existían otros tres lugares muy recordados por los republicanos. El que se lleva la mayor parte de la fama es el que habilitaron en la calle Luis Antúnez, en la zona de Alcaravaneras, que luego pasó a ser el Colegio Antúnez. Los otros dos eran el del Paseo de Madrid, en Ciudad Jardín, y el de la calle León y Castillo, muy cerca de la Plaza de la Feria. Las informaciones orales sobre la checa de Antúnez son escalofriantes: palizas interminables, linchamientos hasta la muerte e, incluso, ahorcamientos. También era la última estación para los que iban a ser asesinados en la Sima de Jinámar. Existen los testimonios de dos mujeres que acudieron allí a llevarles a su ser querido ropa y comida y les dijeron que el día anterior habían sido puestos en libertad. Una de ellas era Justa González Sosa, de la Vecindad de Enfrente, en el valle de Agaete, madre de José Viera González, y la otra la esposa de Tomás Agustín Cabrera, presidente de la Federación Obrera de Las Palmas. Nunca más los volvieron a ver. Por cierto, el Ayuntamiento de Las Palmas, seguro que con la intermediación de Wiot, facilitó diariamente a la jefatura 9 autobuses de la patronal de Jardineras de Guaguas para el transporte de presos, por lo que es probable que en algún momento estos vehículos sirvieran para trasladar a los reos hasta el lugar de su asesinato, ya sea a los pozos o la famosa Sima.
Uno de los casos más dramáticos es el del empleado municipal, cobrador de arbitrios, José Rodríguez Rodríguez. No teníamos claro qué le había pasado, pero una instancia de su viuda, Juana Hernández Medina, a finales de los años setenta, ya en plena democracia, nos informa sobre lo que le ocurrió. Había sido detenido al inicio del golpe militar, acusado de injurias al Ejército, pero lo habían liberado pocos meses después y su caso sobreseído. Se conoce que esto no gustó a Wiot y sus acólitos: fue detenido con una nueva acusación a principios de abril de 1937 y conducido a la comisaría de la calle Luis Antúnez. El 12 de abril de 1936, según nos cuenta la viuda, fallece en la propia comisaría y el certificado de defunción explicita la causa: «Miocarditis». No dejaron que su esposa viera el cadáver ni se hizo autopsia. Es evidente que murió asesinado en el recinto policial, víctima de las torturas. Como Wiot y sus cuatro perros de presa todavía estaban trabajando para García Uzuriaga, no es muy descabellado deducir quiénes fueron los encargados de la eliminación.
No hay duda alguna sobre el protagonismo de Wiot en la depuración del personal municipal de Las Palmas, hasta tal punto que no exageramos si afirmamos que sus denuncias y acciones ocasionaron la mayor parte de las expulsiones y separaciones temporales. De hecho, el empleo más castigado es el de guardia municipal. De los 130 que estaban activos en la ciudad fueron depurados 32 entre oficiales y números (13 expulsados definitivamente, 16 suspendidos temporalmente de empleo y sueldo y 3 «convencidos» para que renunciaran al trabajo), suponiendo prácticamente 1/4 del total de la plantilla. Pero hay más guardias que sufrieron la bota de Wiot en forma de castigos y sanciones por el incumplimiento real o imaginario de las normas internas del cuerpo. En el archivo municipal abundan sus denuncias contra decenas de trabajadores municipales.
Ya escribimos en el primer artículo que presentamos hace ya algunos meses sobre el «extraño» caso de la bomba del Hospital San Martín, en Las Palmas. Les remito a él, pero les resumo. Una noche de finales de septiembre de 1936 estalla un petardo en la azotea del Hospital San Martín, justo en el lado donde dormía un grupo de monjas. Nadie se enteró, pero se conoce que alguien difundió la noticia al día siguiente y se iniciaron las averiguaciones pertinentes. Los autores fueron señalados inmediatamente: enfermeros republicanos del propio hospital y sindicalistas residentes en el contiguo barrio de San Juan. Después de una investigación a cargo de la propia policía, se determinó que no estaba claro el asunto y los militares decidieron cerrarlo bruscamente. Un oficio policial habla de «carencia de pruebas materiales y cargos concretos que formular contra ellos», a pesar de que un oficio anterior nos dice que Wiot había asistido a un careo entre dos acusados y estos terminaron reconociendo que uno de ellos entregó la bomba al otro (del Comisario general al Gobierno civil de 2 y 3 de octubre de 1936, en documentación del Gobierno civil, en Archivo Histórico Provincial de Las Palmas). Ni diligencias previas ni encausamiento por la jurisdicción militar. Los enfermeros y sindicalistas, unos ocho o nueve en total, fueron ultimados y arrojados a la Marfea, cerca de la playa de La Laja, por los que orquestaron el asunto. Una nota de la Comandancia militar decía que los detenidos habían sido enviados al frente en la Península para luchar en primera línea. Pero la documentación consultada nos dice otra cosa: fue una provocación orquestada por Wiot y sus huestes para quitarse de en medio a un grupo de republicanos a los que la bota militar no había alcanzado y de paso organizar un aquelarre en forma de consejo de guerra sumarísimo. Pero salió mal, fue una chapuza que había que ocultar. Y lo hicieron.
Quizá tendríamos que analizar un proceder que se salía incluso de las instrucciones oficiales, es como si existiera un modo Wiot de comportamiento, incluso muy por delante de las decisiones oficiales. En un periodo esto funcionó a la perfección, porque los militares necesitaban algo que solo algunos como Wiot les podían ofrecer: el exterminio de sus supuestos enemigos al margen incluso de la legalidad creada por ellos. Son las desapariciones en la Marfea, sima o pozos y asesinatos en plena calle o en comisarías. Pero cuando ese modus operandi ya no fue prioritario, a mediados de 1937, y se quiso mantener una apariencia de legalidad, estos personajes ya no fueron necesarios. Wiot fue destituido del Ayuntamiento en marzo de 1938, no por sus crímenes sino por utilizar a guardias municipales para trabajar en su finca de San José. Lo venía haciendo desde 1934, pero la corporación lo separó del servicio en ese momento, aclarándole que no volviera a utilizar el uniforme plagado de medallas que portaba orgulloso. Quizá, poco antes de morir, pasados muchos años, ya en 1973, se lo pusiese para recordar los innumerables servicios que había hecho a la comunidad y lo desagradecidos que habían sido con él.
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