Cuando Sevilla compró al rey para castigar a Canarias
En 1645, el Consulado de Sevilla prestó dinero al rey a cambio de castigar el comercio canario con América, acusado de contrabando y de desafiar el monopolio imperial

Vista de Sevilla y su puerto en el siglo XVII, centro del comercio con América. / LP/DLP

La apertura del mercado americano trajo consigo oportunidades, pero también envidias y luchas de poder. El pastel era cada vez mayor y nuevos actores se disputaban su porción. A lo largo del siglo XVII, el tráfico entre Europa y América fluía con regularidad y eclipsaba casi por completo las demás rutas comerciales.
Canarias había conservado una posición de privilegio dentro del sistema, con cierta autonomía respecto al monopolio sevillano. Sevilla, cabeza de la Casa de la Contratación —la institución que controlaba el comercio y la navegación con América—, era uno de los mayores puertos del mundo, centro del flujo de mercancías y, sobre todo, de la plata que sostenía la economía del Imperio.
Durante décadas, esa situación especial apenas generó roces. Hacia finales del siglo XVI empezaron las primeras quejas del Consulado de Sevilla, que denunciaba abusos en el comercio canario con América. Pero el conflicto se intensificó en el siglo XVII, explica el historiador Antonio-Miguel Bernal, cuando en los puertos isleños proliferaron las «arribadas maliciosas» —barcos que fingían tormentas o ataques piratas para comerciar sin licencia— y las ventas ficticias por las que los extranjeros ponían sus barcos a nombre de comerciantes locales para esquivar las prohibiciones.
Con menos impuestos y menos trabas burocráticas que en Sevilla, el Archipiélago se convirtió en una ruta paralela del comercio americano, un punto de encuentro para portugueses, holandeses e ingleses atraídos por el flujo de riqueza atlántica y unas normas mucho más relajadas.
Los sevillanos pasan al ataque
A mediados del siglo XVII, el clima cambió. El Consulado de Sevilla, que agrupaba a los grandes comerciantes de la ciudad, se sintió con poder suficiente para pasar a la ofensiva. Denunciaban que el comercio isleño no solo esquivaba las normas, sino que amenazaba el monopolio que sostenía la Hacienda Real.
En los informes enviados a la Corte se acusaba a las islas de servir de puente al contrabando europeo y de desviar parte de la plata americana fuera del control sevillano. Para Sevilla, lo que ocurría en los puertos canarios era una traición económica al propio Imperio. Al menos, así lo presentaban.
Los sevillanos decían que en Canarias el hambre era más un recurso retórico que una realidad. Afirmaban que en las islas se decía que muchos «comían helechos» para despertar compasión en la Corte y librarse de impuestos. No era del todo cierto. Hambre había, pero no tanta si se compara con otros lugares de la península. Si es que el hambre se puede comparar.

Retrato de Felipe IV, por Diego de Velázquez. / LP/DLP
Préstamo con condiciones
En 1645, con las arcas vacías y la Monarquía hundida por las guerras europeas, el Consulado de Sevilla ofreció un préstamo de 500.000 ducados al rey. No era un gesto desinteresado. A cambio exigieron «poner freno y castigo a las Canarias» y limitar su comercio con América. El episodio reflejó la debilidad momentánea de Felipe IV, atrapado por la crisis financiera del Imperio.
El plan funcionó, aunque solo por unas semanas. En febrero de 1646, el Consejo de Indias ordenó prohibir todo trato y comercio entre las Canarias y América. Sevilla celebraba recuperar el monopolio al completo, sin fisuras, pero no le dio tiempo ni a descorchar más de una botella. Apenas tres meses después, en junio del mismo año, el rey revocó la medida y devolvió a los canarios el permiso para cargar hasta 700 toneladas anuales.
Las autoridades isleñas habían insistido en que, sin comercio, las islas se despoblarían y quedarían indefensas, un argumento que terminó por convencer a la Corona, sobre todo en plena era de guerras con otras potencias europeas, varias de las cuales ya habían intentado invadir Canarias décadas antes.
Fue una victoria pírrica para los sevillanos. El Consulado demostró su peso político y financiero, pero Canarias mantuvo sus privilegios, más por inercia que por ley, convertida ya en una pieza esencial del comercio imperial. La Corona sabía que las islas eran demasiado valiosas para el tráfico entre Europa y América como para aislarlas, aunque nunca dejó de intentar controlarlas.
A partir de entonces, se sucedieron reales órdenes y consultas que intentaban regular el comercio canario con América, siempre con el mismo tono ambiguo: castigar los abusos, pero sin cortar el flujo que mantenía vivas las islas.
Cambio de régimen
El sistema aguantó más de un siglo, aunque ya daba síntomas de agotamiento. No fue hasta el reinado de Carlos III, a mediados del XVIII, cuando las cosas cambiaron de verdad. Las reformas de libre comercio, aprobadas entre 1765 y 1768, abrieron por fin las rutas a otros puertos peninsulares y americanos y dieron por terminado el monopolio sevillano. Controlar todo un imperio comercial desde un solo puerto ya hacía tiempo que era inviable. Desde muchos, tampoco fue fácil.
Con el fin del monopolio se deshizo también el viejo régimen de privilegios que había sostenido a Canarias. Las islas pasaron a ser una pieza más del Atlántico español, esta vez —al menos en teoría— dentro de la legalidad.
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