Una silueta alargada proyecta su sombra sobre la desértica costa peruana. Se ha quedado sin comida después de echar a caminar días atrás desde la Punta del Bombón y queda una gran nada -o un enorme todo- de océano y arena hasta alcanzar el siguiente destello de civilización: Puerto de Ilo. Cada paso en esta etapa es una victoria en un recorrido por Sudamérica en el que este hombre completará 11.000 kilómetros en tres años.

Cuando ya la desesperación andaba a su lado, el desierto de salitre y polvo obró un milagro personalizado para Román Morales, el tinerfeño de El Toscal protagonista de esta escena. Al doblar unas lomas arenosas se reveló una cabañita de madera junto a la marea. No era un espejismo. Tampoco lo eran las lapas secas tendidas fuera y que agarró y devoró como si fueran su primera y última comida sobre este mundo. Al poco, del interior de la choza brotó una voz de mujer: “Mucha hambre trae el caballero, mas bien si espera un poquito no más comerá mejor cosita”. Lo siguiente que vio fue una pequeña columna de humo.

Román se dirigió a la “cabaña parlante”. “¿Puedo ayudar en algo?”, le preguntó. “Devuélvame usted los años tiernos, si sabe de esos misterios”, respondió ella. “Era una anciana amerindia, uno de esos rostros primigenios de América, Paula Andía, una mariscadora cuyo marido pescador ya había muerto, cuyos hijos se rajaron a buscarse la vida en otros cantos. Ella seguía allí, regando plantas alimentarias con agua salobre. Estuvimos tres días completos hablando y recuperando su historia”, recuerda el viajero con sumo cariño y con la misma precisión de algo recién sucedido. El viaje nunca termina. El alma y la memoria siguen dando pasos por aquellos senderos que una vez se pisaron.

Porque Román no viaja. Román siente y camina con el corazón palpitante en la mano. Un paso, un latido. “Empecé a caminar con trece años, en esa edad turbulenta de la adolescencia donde uno siempre va buscando algo más. Iba por Teno, Anaga, las Cañadas del Teide. Ya no puede estar uno sin estar pegado a la pachamama, a la madre tierra. En ese regazo de los barrancos canarios y la laurisilva se fue forjando un amor por la natura que me hacía vivir la existencia de otra manera. Parece que había otro camino: percibir la existencia humana pegando mis pies y mi alma a la naturaleza”, explica.

Así que aquellos pies enfilaron rumbo al Sur un día de 1988 desde la localidad caribeña de Santa Marta, en Colombia. El rastro de sus huellas concluyó en 1991 en el canal de Beagle, al sur de Tierra de Fuego. “Yo casi no lo concibo como un viaje. Ha habido un hermoso paréntesis en tu vida donde tienes todo el viento a favor, no hay prisa y puedes irte sorprendiendo. Más que una fuga hacia adelante, es una fuga hacia atrás, hacia los orígenes. Sigues la estela solar, vas vagando por los campos y tienes una propuesta poética que no se puede obviar. Simplemente sigues el arco que traza el sol en el cielo, lejos de las opresiones y servidumbres del tiempo y el hombre moderno. La gran patria era la intemperie”, proclama. Dos libros, Buscando el Sur y Caminos del Agua, reviven sus andanzas.

Román decidió fusionarse también con el agua y dejarse fluir por esas amadas tierras americanas que se han grabado incluso en su acento, una hermosa y rica mezcla de mezclas. Durante dos años completó 10.500 kilómetros en kayak por la red fluvial comprendida entre Buenos Aires y el delta del Orinoco. Recuerda con cariño la cara entre asombrada y sonriente con la que le miraban los vecinos de los pueblos ribereños al verle llegar: básicamente un hombre con “pelos de loco” a bordo de un plástico amarillo. “Cuando ya se confiaban te daban la contraseña. Vamos llegando, me decían, que es como el pase usted”, rememora.

Si el primer ejemplo de surrealismo mágico nos llevó al litoral andino, el última nos obliga a mojarnos en las aguas del Río Negro, una subcuenca del Amazonas. Allí está, por supuesto, Román en su kayak. “De repente, en medio del río me encuentro un animalito nadando muy torpemente. Le asomaban las orejillas y el hociquillo. Me acerco al rescate pensando que era un perro. ¡Y era un oso hormiguero! El tipo trepa a la proa, abre las brazos, delimitando territorio y yo, mientras, con el remo en ristre. Gruñía, pero era un paripé. Estaba tan derrotado que se derrengó sobre los cuartos traseros y se quedó dormido cuatro horas. Un polizón. Luego me volvió a abrir los brazos, gruñó y se volvió al agua”. Todo es posible en la patria bajo el cielo abierto.