Aunque se trate de una adaptación libre, el argumento es el mismo: en una gran mansión del sur de Estados Unidos, se reúne una familia para celebrar el 65 cumpleaños del patriarca, Big Daddy, al borde de la muerte. Sus dos hijos, Brick y Gooper, se han trasladado hasta allí con sus esposas, y sus matrimonios no pueden ser más opuestos: Brick y Maggie están al borde de la ruptura, mientras que su hermano ha formado una familia numerosa. El alcoholismo de Brick y su falta de hijos son aprovechados por Gooper para hacerse con la herencia paterna.

Un cumpleaños es la excusa de Tennessee Williams para crear un drama acerca de la vida en una sociedad que dicta a sus miembros cómo deben ser y en la que todos se escudan en la mentira, con el consiguiente resultado de la incomunicación.

Maggie habla sin ser respondida por su esposo y los dos hablan y gritan al unísono, con el resultado de que en ocasiones los espectadores oyen una algarabía que no pueden entender.

La escenografía de Max Glaenzel resume este hecho con un luminoso con la frase Why is it so hard to talk? (¿Por qué es tan duro hablar?), que luego oímos de boca de Big Daddy. El texto ha sido despojado por Rigola de muchos elementos de la prosa de su autor para ser más descarnado, y el espectador que sólo haya visto la película de Brooks, no puede más que sorprenderse al oír lo que la censura de la época eliminó en el cine: los descarnados recuerdos de Big Daddy sobre la prostitución infantil en Marruecos, o el hecho que Brick sea homosexual. Llevado por este afán de mostrar lo más descarnado, la adaptación incluye un desnudo integral de Maggie y Brick.

El origen de la riqueza de Big Daddy, el algodón, inunda la obra incluso en la escenografía, porque este grotesco personaje, interpretado hábilmente por un pletórico Andreu Benito, es la representación del sueño americano, y la prueba de cómo la humanidad ha vendido su alma por el dinero: exitoso comercialmente, es un fracasado con respecto a su familia al no aceptar a sus hijos como son. Al final, el nuevo Fausto, esta vez en la piel de un latifundista, ha de morir, pero a diferencia del personaje de Goethe, el único consuelo que recibe es que su familia le oculte el cáncer terminal que le han diagnosticado.