Lo primero que hay que decir de La piel que habito, inspirada en la novela Tarántula de Thierry Jonquet, es que no se trata de un cambio de rumbo en la trayectoria de Pedro Almodóvar, como se ha dicho tantas veces, sino de otra vuelta de tuerca a su universo personal que ha ido puliendo a lo largo de su filmografía, en la que ha tocado por igual la comedia y el drama y, lo que es más difícil, la combinación entre ambos. Hace tiempo que personajes, lugares y motivos circulan de una película a otra y se hacen eco. Los asuntos abandonados de una película reaparecen en la siguiente, integrados en una nueva estructura dramática que combina originalidad narrativa, personajes únicos y contundencia visual con la que intenta desentrañar "esa corporeidad mortal y rosa donde el amor inventa su infinito", en versos del poeta Pedro Salinas.

Fiel a su estilo, Almodóvar no ha dejado de entregar nuevos títulos en los que explora diferentes vías para hablar de los temas de siempre: el amor, la pasión, el dolor, la venganza y el sexo. La piel que habito no podía ser menos, y tras su llamativa y rocambolesca peripecia argumental, que tiene algo de relato gótico (en la línea de Frankenstein, de Mary Shelley, y La Eva futura, de Villiers De l'Isle-Adam, donde se plasman temas relativos al estatuto de la ciencia en general y del saber médico en particular), algo de fantasía delirante y mucho de cine clásico de terror, se esconde una metáfora de la transexualidad.

Como una esponja, Almodóvar ha hecho suyo lo mejor de la tradición del cine de terror, adaptando y actualizando el género a la España contemporánea. La piel que habito narra la historia del doctor Ledgard (Antonio Banderas), un cirujano plástico que intenta crear una piel artificial, pero en lugar de utilizar como cobaya ratones de laboratorio se vale de Vera (Elena Anaya), una joven sin más futuro que su pasado, con la que pretende vengar un antiguo agravio. Almodóvar construye su película como un drama psicológico y se esmera muy especialmente en la construcción de la personalidad de los personajes y de su entorno, inundado y ahogado por el tormento, por la fuerza telúrica de los secretos enquistados en el corazón.

Con la ayuda de un tándem de profesionales de excepción -José Luis Alcaine, director de fotografía, y Alberto Iglesias, que ha demostrado con creces ser uno de los grandes compositores de música para el cine, pero en mi opinión nunca como en La piel que habito-, Almodóvar ha construido una pesadilla suculenta para todo aquel que piense que la distancia óptima entre dos puntos jamás será la línea recta. No son pasos de gigante los que el director manchego da con su decimoctavo largometraje, pero no creo equivocarme si digo que consolida su universo personal. Es indudable que La piel que habito podía ofrecer más, pero tampoco podía esperarse menos.