Frente al errático deambular del cine americano en estos últimos años, El árbol de la vida, Palma de Oro en Cannes, sorprende gratamente por su solidez dramática y por la belleza de sus imágenes. Terrence Malick, otrora director de Malas tierras, La delgada línea roja y El nuevo mundo, avanza seguro por los caminos abiertos en sus anteriores trabajos y continúa su revisión de la relación que mantiene el ser humano con el entorno a través de la historia de una familia de clase media, los O'Brien, en la que el padre (Brad Pitt) representa la autoridad y la rigidez, y la madre personifica el amor y la comprensión; a la larga las dos fuerzas que rigen nuestro mundo. Establecer a cual de las dos fuerzas pertenecemos parece ser el objetivo de la película.

El árbol de la vida no sólo responde perfectamente a la expectación generada, sino que muestra que Malick es, afortunadamente, un director que marcha a contracorriente de la servidumbre comercial del grueso de la producción actual. Tras cinco películas realizadas en cuarenta años -casi a diez años por película-, el director y guionista británico ha reafirmado un estilo, una forma de hacer, que ya tiene nombre propio, gracias a su búsqueda constante de nuevas emociones, nuevas propuestas. De acuerdo con estas premisas, Malick ha realizado una película monumental, espectacular en todos y cada uno de sus momentos, que deja anonadado al espectador en la butaca.

Magníficamente fotografiada por Emmanuel Lubezki, El árbol de la vida se bifurca en senderos narrativos diversos a los que a veces sólo accedemos en un breve tramo de ese recorrido que se intuye mucho más extenso. Son esas bifurcaciones las que confieren a la película una riqueza y una verdad que tiene mucho que ver con la poesía de Wilfred Owen, un poeta que es difícil comparar con cualquier otro, para el que la poesía no trata de héroes ni de hazañas ni nada que tenga que ver con la gloria, el honor, el poder, la majestad, el dominio o la fuerza: "La poesía está en la pena". La misma pena que se instala en el corazón de los O'Brien.

Es un verdadero deleite reencontrarse con un Malick que ha ganado clarividencia en el dominio del espacio fílmico, aunque no todo el mundo comulgue con su visión telúrica de la vida en la que el ser humano también aparece como si estuviera en ebullición: nacer, crecer, amar, odiar, morir. Como se solía decir en Hollywood en los años 40 y 50, el cine necesita ser más grande que la vida. Ésta es sin duda una película grande, una obra magna. El espectador escéptico deberá verla un montón de veces para extraer el torrente de disquisiciones, observaciones y percepciones que encierran sus fotogramas. El amante del cine se deslizará, simplemente, por la pendiente del placer. Prepárense para un viaje lleno de sensaciones incomparables.