Con tres de los mejores "pianotríos" del repertorio, los prestigiosos instrumentistas del Trío Arriaga confirmaron en Las Palmas su bien ganada fama. El concierto para la Sociedad Filarmónica, celebrado el miércoles en el Paraninfo universitario, sorprendió al nutrido público, que estalló al final en ovaciones y bravos. El violinista Felipe Rodríguez, formado en parte en el Conservatorio de Las Palmas y ya, a sus 29 años, concertino de la Gulbenkian lisboeta; el violonchelista David Apellániz y el pianista Daniel Ligorio hicieron generoso alarde de ese punto feliz en que cultura y excelencia técnica coinciden con la fe y el entusiasmo de hacer música. La juventud de los tres, compatible con carreras muy ricas en concierto y pedagogía, se dejó notar en la idónea delineación de tres estéticas diferenciadas y en el vitalismo sin rutina de una ejecución que siempre va a más.

El Trío "Fantasma" (Op.70, 1) de Beethoven, primera pieza en programa, fue la carta de presentación que, a partir de una escritura perfecta, exige la perfecta realización. El conjunto lució con mesura los valores virtuosos individuales, muy imbricado en la planificación y los equilibrios de la triple voz, desde el rotundo tema de corcheas con que arranca hasta el afirmativo presto final y, sobre todo, el romanticismo goticista, la vaguedad nocturna del Largo, sencillamente genial. A continuación, el tercero y último de los pianotríos de Brahms (Op.101) fundió la madurez de sus memorables cuatro movimientos, su sobria grandeza y la concisión de los elementos expresivos con la no menos madura lectura de los intérpretes, entregados a fondo en desarrollos de gran complejidad rítmica, melodías confiadas alternativamente a cada uno de ellos, complejas urdimbres temáticas y, de nuevo en el tiempo lento, una canción espléndidamente "vocalizada" por las cuerdas y el teclado.

Finalmente, con el segundo Trío (Op.67) de Shostakovich remataron magistralmente la sesión. La escritura novedosa y original, difícil en forma y contenido, recibió un trato inmejorable. El sobreagudo del violoncello sobre armónicos extremos, con el violín como segunda voz grave, preludió desde el canon de entrada un universo conceptual y acústico muy distante de las obras anteriores. La agilidad de los motivos pianísticos y el diálogo tierno o abrupto de los dos arcos fueron desgranando un discurso brillantísimo hasta el excitante final que transforma la temática elegiaca en una monumental danza de espectros. Después de esta conclusión formidable, los intérpretes regalaron una aérea y bien cortada versión de La primavera, primera pieza de las Estaciones porteñas de Piazzolla.