Robert Redford se ha empeñado, como director, en sacar los trapos sucios de su país, tomándose algún respiro para dramas románticos de bonita estampa. Después de la tediosa Leones por corderos, Redford viaja en el tiempo y cuenta en clave de denuncia el juicio (la mascarada, tal como se muestra en su película) contra los conspiradores que participaron en el asesinato de Lincoln, incluida la madre de uno de ellos, fugado.

Aunque deje algunos cabos sueltos en cuanto a culpabilidades se refiere, Redford toma partido desde el principio por esa mujer y en contra de un sistema de justicia que se salta la ley (y la Constitución) a la torera para imponer un castigo que deje claro a los rebeldes quién ha ganado la guerra y lo que pasará con quienes no lo acepten.

El guión sigue a rajatabla los tópicos del cine de juicios, con golpes de efecto para descolocar a los testigos, y aprovecha cualquier momento para lanzar mensajes descaradamente vinculados con la situación de los Estados Unidos bajo el mandato de Bush hijo, cuando el fin de acabar con el terrorismo justificaba cualquier medio, incluido el desprecio a la ley (y la Constitución). Vamos, que Redford vio en ese episodio histórico una ocasión que ni pintada para dar una patada a Bush en el culo de los nordistas que convirtieron un juicio en una farsa con final previsible.

Nada que objetar a las pretensiones de Redford si no fuera porque su contenido presenta una apariencia de lo más impersonal, sin fuerza, con una dirección más propia de un correcto y sólido telefilme que de un largometraje para ver en una pantalla grande. Quizá Redford haya intentado mostrar una distancia con su distancia que simule imparcialidad, pero lo único que consigue es empalmar planos muy planos que sólo un magnífico reparto rescata de la simpleza, sobre todo una Robin Wright sencillamente extraordinaria, extraordinariamente sencilla.