Angela Merkel y esposo son fijos en la apertura anual de los festivales wagnerianos de Bayreuth. Los habituales gustan de verlos entre los ciudadanos que comparten su afición (o devoción, si se quiere), puntuales en la llegada y paseando durante los entreactos, sin aparente vigilancia, por la cosmopolita explanada donde se oye hablar todas las lenguas vivas. Son los únicos que recibe en la puerta Katharina Wagner, biznieta del maestro y actual codirectora del lugar. A los demás, por grande que sea el poder y/o la gloria de sus nombres, los cita en su despacho si quieren verla.

Así procedió hace dos años con Mario Vargas Llosa, provocando con ello la escandalizada censura de los funcionarios del Festival, que suelen desollarla por esos y otros comportamientos antitéticos de la cortesía de su padre, Wolfgang Wagner, director durante más de medio siglo de la gran cita veraniega con listas de espera de hasta diez años. En Alemania es tan normal ser forofo de Wagner como aquí del Madrid o del Barça, pero en esas listas hay aspirantes de todos los pueblos, razas y religiones, en clara contradicción con el presunto racismo del genio, que odiaba a los judíos no por serlo sino por acaparar en el siglo XIX las riquezas de Alemania y desdeñar su colosal herencia de cultura (ver final de Los maestros cantores).

La cancillera conoce las recientes tetralogías nibelungas producidas en Bayreuth, casi todas nucleadas en la idea-eje de la desnaturalización del "ethos" germánico por la fiebre industrial y la codicia del dinero. El famoso "oro del Rin" cuyo robo da origen a la trágica epopeya en cuatro dramas es símbolo, a la vez, de aquella cultura y de su envilecimiento como instrumento de poder y moneda de cambio. En la ultimísima escenificación, de Tankred Dorst, el oro robado aparece oculto en el búnker de un rascacielos postindustrial, y el Walhalla, morada de los dioses, es otro rascacielos donde Wotan, divinidad suprema, ocupa el despacho más aparatoso. En el también último Parsifal, el de Stefan Herheim, que sigue en cartel, el tercer acto, el de la redención de la humanidad por el ideal de la fe, convierte el castillo de los caballeros del Grial en una reproducción de la sala de plenos del actual Bundestag, donde los parlamentarios discuten como dementes.

Pero volvamos a las tetralogías nibelungas, cuyo indesviable final es la quema del Walhalla y la extinción de la raza de los dioses. Merkel se lo sabe al dedillo aunque ponga tantas trabas a una redistribución solidaria del tesoro del Rin. Tal vez no se ha parado a pensar, aunque lo diga, que el sueño de Europa también puede tener un final wagneriano.