Pelucón de brillo ceniciento, como de nieve de árbol de Navidad o, más bien, de un escuálido sauce llorón, Manuel Vieira Montesdeoca (La Isleta, 1949) semeja un díscolo monje del Oeste, sentado del revés en la montura, con una panderea a la espalda y una armónica en el belfo.

Tiene la boca árabe, un tanto acamellada, por momentos bisbiseante, como profiriendo una muda y prolongada letanía de beata, y de pronto, abrupta, bífida, deslenguada. Ese juego quebradizo es su mejor arma para el guineo de un humor falsamente local. Por supuesto que sus arquetipos son netamente canarios; a veces tan insuperables como ese cuento de la mujer que, al marcharse de luna de miel desde Las Palmas a Agaete, profiere, al doblar la curva del Auditorio: "¡Adiós, Canarias querida...!".

Es imposible sintetizar mejor los más prolijos tratados sobre la psicología del hombre canario, quien, como la mayoría de los insulares planetarios, tiende a generar distancias para continentalizar la isla.

Ciertamente, el menú de su humor es canario. Y tan precario que cabría entero en una mesa destartalada sobre un mantel de papel al viento (en realidad, complementario al sentido melancólico del verso de Emeterio Gutiérrez Albelo: "El invitado sin llegar, ay, y la mesa puesta"). Sobre los platos, de plástico, voladores, no hay vieiras, qué va, sino tollos y chochos, muchos chochos, alternados por papas mosqueadas, manises manidos y roscas tiesas, que el comensal rematará -sabia o, al menos, pertinentemente- con un queque de un solo viaje y siete eructos de clíper de fresa...

Su repertorio es, en efecto, bien local, pero, si jalamos del mantel, la mesa ofrece dimensiones universales: una doble denuncia, en este caso, de la endémica precariedad interna y, a la vez, del fraude ubicuo de la nouvelle cousine, ese imperante minimalismo gastronómico, que ni en las mariconadas de los canapés consigue ofrecer las justas. Aunque lo parezca, la mejor baza del humor de Manolo Vieira es el juego dialéctico entre lo local y lo universal (también en el conjunto de las Islas).

Se trata de un humor bífido, decíamos, de doble filo, que, del mismo modo que ofrece un antídoto para cualquier complejo de inferioridad frente al exterior, también se ríe, al otro extremo, de la autocomplacencia, la endogamia y el chovinismo desmedidos.

Es por ese doble juego que su humor entusiasma a todos los públicos que tengan algo que ver con Canarias. Y justo por él, me temo, no termina de calar en el exterior. Pese a sus 18 meses de éxito ininterrumpido, a mediados de los ochenta, en el Florida Park de Madrid, y haber sido, entonces, uno de los humoristas más inteligentes, a todas luces, de aquella rueda de chistosos en el programa de difusión nacional "No te rías que es peor", su humor es intraducible, precisamente a causa de su bilingüismo.

Si, con sus mismos recursos, Manolo Vieira hubiese sido un humorista vacío de idiosincrasia o, incluso, un canario unidimensional, capaz de explotar el "pío-pío" en un único sentido -a la manera que lo hacen con sus propios tópicos algunos chelis madrileños, ciertos mexicanos o, sobre todo, muchos andaluces-, tal vez otro gallo le habría cantado. Pero, por fortuna para todos nosotros, nunca hizo de Manolito de La Calzada, ni se apellida Padilla ni Canario Arrochet...

Ahora, en coincidencia con su participación por octavo año consecutivo en la gala de Nochevieja de la Televisión Canaria, se cumplen 25 años de su debut como humorista profesional. De la noche a la mañana, tomó la decisión de dejar de ser un camarero por cuenta ajena al que todo el mundo le pedía chistes para convertirse en un humorista que serviría las copas en su propio local. Primero en un recinto provisional, y luego, en su emblemático Chiste-Ra, que en 2012 cumplirá un cuarto de siglo.

Lo alternaría con aquellas incursiones en Madrid, e, incluso, en la televisión miameña. Pero el contenido de su repertorio incidió siempre en ese doble vínculo entre lo local y lo universal, con un humor que es, a la vez (como definía Joyce el insular irlandés), "wet and dry": húmedo y seco.

Un sarcasmo a raudales que, sin embargo, se muestra comprensivo y empático con los estereotipos que se denuncian. Desde una ingenuidad aparente (capaz de convocar al tierno verso de Lezama: "Bobito, frente de sarampión, mamita linda"), hace mella en muchas de las miserias endémicas del ser canario, para, finalmente, garantizar la terapia. Manolo Vieira parece aplicarse el cuento de aquello que decía Benedetti: que lo malo del exceso de autocrítica es que los demás se la acaban creyendo... En el currículo de su página web se lee esta genialidad: "Es uno de los cinco canarios más populares". Nunca sabremos quiénes son los otros cuatro.