Se estrenó ayer en un abarrotado teatro Pérez Galdós la producción del musical Sonrisas y lágrimas que permanecerá en ese escenario hasta el próximo día 29. Poco hay que explicar de este título, un verdadero hito del género, sobre todo en su versión cinematográfica. Esto tiene sus ventajas e inconvenientes: los que acuden al teatro saben perfectamente qué clase de espectáculo van a encontrar -básicamente un musical blanco, para toda la familia, a pesar del trasfondo de la invasión nazi-, pero por otro lado, la nueva producción se tiene que medir con el estándar de la cinematográfica. Básicamente se tiene que medir con Julie Andrews, a quien por derecho pertenece Sonrisas y lágrimas, como también ¿Víctor o Victoria?

A diferencia de algunos musicales de la nueva hornada, la historia de los Von Trapp no descansa sobre grandes efectismos escénicos, que hubieran sido imposibles e impensables en los años cincuenta, aunque sí tiene la dificultad de una veintena de cambios de escenografías, un verdadero carrusel que va desde los interiores suntuosos de la fiesta y el baile a los conocidos exteriores de postal con montaña al fondo.

Silvia Luchetti es María. En vez de tratar de luchar contra el fantasma de la Andrews, se une a él. La candidez y los buenos sentimientos del personaje son claves en el encanto de la función. También está Loreto Valverde, como Baronesa, explotando su vis cómica. Todos, hasta los niños, cantan muy bien, y no son precisamente canciones fáciles de entonar las que Richard Rodgers compuso para este título, subiendo y bajando por las escalas musicales a su antojo.

El Rodgers que compone The sound of music (Sonrisas y lágrimas) y Oklahoma! no era ya el joven compositor cuyas tonadas entusiasmaban a los mú- sicos de jazz. Mucho más sobrio, menos arriesgado, el conjunto de canciones de esta obra tuvo un éxito fulminante, con una banda sonora que se pegó como una lapa a los puestos altos de las listas de éxito. Cuando el rock ya se echaba encima, Sonrisas y lágrimas fue como el canto del cisne de un tipo de música y espectáculo que ha aguantado y sobrevivido a todas las modas, fue el estertor de muchas cosas, pero un estertor que definió todo un momento.

Una de las canciones incluidas en la partitura, el vals My favorite things, se convirtió en un pequeño clásico para improvisadores, con magníficas versiones de Sarah Vaughan y un John Coltrane al borde del free jazz.

Los músicos resuelven bien y el musical deja en primer plano la historia y las canciones, que aquí es claramente lo que importa. El público lleva medio siglo respaldándolos, y por lo visto ayer en el teatro capitalino no está dispuesto a dejar de hacerlo. Están Edelweiss, Do re mi y todas las canciones que ya han pasado a ser prácticamente patrimonio de la humanidad. Es una obra de buen rollo, más sonrisas que lágrimas.