CINTA AISLANTE
Por si te roban
Es una experiencia rara ser robado; como si te quedaras convaleciente, en un limbo oscuro
JUAN CRUZ
Estas navidades se llevaron de mi casa en el sur de Tenerife algunas cosas muy preciadas; eran ladrones, un ladrón, varios ladrones. Dejaron huellas, abundantes, pero sobre todo eran conocidos de las fuerzas de seguridad, del lugar y del ámbito. Suelen hacerlo, lo están haciendo, sabemos quiénes son. ¿Eso tranquiliza? Bueno, parcialmente, porque el mal de muchos entontece la propia herida: si les pasa a muchos, ya no es tan grave que te pase a ti.
Pero te pasa a ti. Cuando te roban, te roban a ti, no le roban a un número de una estadística. Así que costeé el sufrimiento, anulé tarjetas y teléfonos celulares, visité los cuarteles para presentar denuncias, me propuse esperar a que en unos sitios y otros me dijeran palabras similares: le pasa a todo el mundo, está sucediendo, usted forma parte de una larga lista de afectados.
¿Te consuelas? Vamos a decir que sí. A lo largo de los días tuve algunas satisfacciones. Me llamó la Policía Local. Habían localizado algu-nas prendas de vestir, parte del botín robado; los ladrones (¿el ladrón?) habían dejado en una de las chaquetas que se llevaron alguna documentación, el carné de periodista, algunas tarjetas personales, nada de valor y nada de particular. Aunque cuando te roban, como la memoria no manifiesta lo que llevabas contigo hasta que fuiste desvalijado, no tienes una idea muy certera de lo que ya no pertenece sino al limbo.
Así que algo es algo. La restitución de lo robado es laboriosa; le pasa a todo el mundo (te dicen de nuevo), así que tú te dispones a cumplir, sin demasiado entusiasmo, la larga lista de recados a que obliga una situación así. Claro, ya no se recuperó nada más. Paseé y rebusqué en basureros y en esquinas a ver si los ladrones (¿o el ladrón?) habían tenido la delicadeza de dejar alguna huella más de lo que se habían llevado. No encontré nada, no encontraré nada, imagino, a no ser que el ladrón o los ladrones (la policía sospecha de uno, pero pudieron ser dos cómplices) lean estas líneas y digan que quizá se pasaron en el inútil acopio de elementos que sólo sirven para quien figura en ellos como titular.
Es una experiencia rara ser robado; como si te quedaras convaleciente, en un limbo algodonoso y oscuro. Me ha pasado ya muchas veces; la primera vez, en Sevilla, junto a la Torre del Oro, hace muchísimos años; otra vez en Masca, Tenerife, cuando iniciaba una excursión de regreso a la isla, en 1973; ahí al parecer fui víctima de un gang que empezaba a actuar al amparo de la paz bendita de ese lugar en el que Tenerife se bifurca. Y luego me han robado hasta el alma en algunos aeropuertos y en otros lugares de tránsito.
Pero así es la vida, te roban y te seguirán robando. Eso dicen las estadísticas. Y lo que es más extraordinario, y a esto iba, eso te dicen las fuerzas de seguridad que te amparan y que investigan qué pasó con tu seguridad violada. Lo que me decían estos amables vigilantes a los que denuncié el robo alevoso de que fui víctima era que resultaba muy difícil asegurar que, una vez identificado al ladrón (o ladrones, repito), éste devolviera la mercancía sustraída (podía ale- gar que ya la había vendido o destruido) o fuera, de veras, a ser objeto de la adecuada reprimenda judicial, pues la ley está llena de recovecos por los que un ladrón sale del atolladero como si el culpa- ble fuera el individuo al que desvalijó.
Eso sí que me desconcertó, como si me hallara debajo de un paraguas roto y estuviera cayendo agua a jirones.
Pero así es la vida, una continua apelación a la resignación. Una permanente espera de que el ser humano no sea un lobo que muerde hasta lo más inocente del otro.
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