Lo peor que le ha podido pasar a un director tan inglés como Stephen Daldry es haber conseguido rápidamente un estatus acomodado dentro de la industria del cine americano que le ha permitido dar rienda suelta a sus manieristas delirios de hacer un cine poético que nada tiene que ver con el cine poético que se desarrolló en los años veinte tanto en Europa como en los Estados Unidos. El idilio que Daldry mantiene actualmente con Hollywood, tras la magnífica acogida de Las horas, basada en la novela de Michael Cunningham, tiene la culpa de que se embarcara en la adaptación de la novela de Jonathan Safran Foer Tan fuerte, tan cerca, título abreviado del original inglés Extremely Loud and Incredibly Close (Extremadamente fuerte e increíblemente cerca), donde ambos adverbios poseen una gran importancia, ya que son las muletillas que utiliza Oskar Schell, un niño de once años, para describir los sucesos del 11 de septiembre de 2001.

En Tan fuerte, tan cerca Daldry no desperdicia la ocasión para promocionar no una lección moral, sino un psicodrama rebosante de moralina, haciendo uso de cuantos recursos expresivos encuentra para multiplicar las emociones. Tanto la fotografía clara y de iluminación siempre intencionada de Chris Menges, como la música agradable al oído y muy sentimental de Alexandre Desplat o los movimientos de cámara al ritmo de las pulsiones de los personajes, revelan a un cineasta preocupado por el estilo y más preocupado por que ese estilo empuje al espectador a pensar que la vida quizás sea eso: una continua oscilación entre lo real y lo irreal, como la mezcla de verismo y fantasía que proponen sus imágenes. En mí, venció lo segundo, pero me consta que a muchos les pareció veraz en su dolor extremo.

En todo caso, lo peor de Tan fuerte, tan cerca no es ni su emotividad de saldo ni siquiera su molestísimo afán aleccionador, sino la sensación de incredulidad que deja en el espectador. Yo, al menos, no entiendo cómo se pueden reducir 3.017 muertos (incluyendo a los 19 terroristas y los 24 desaparecidos) a uno solo, un modélico padre de familia que muere tras los atentados sepultado bajo un amasijo de cascotes, vidrios y acero retorcido, cuyo hijo anda por la ciudad de Nueva York con una pandereta y una llave tratando de desvelar algo así como un misterio, el cual nos hace olvidar por un momento que estamos ante una tragedia que dio pie a una nueva manera de percibir el mundo. Oskar no es más que un niño confundido por una realidad que le sobrepasa. Exactamente igual que Daldry con la novela de Safran Foer. Tanta cercanía a veces no deja ver el bosque.