Ala hospitalidad de Emilio Sánchez-Ortiz en París, cuando empezaban los años 70 del último siglo, debo, entre muchas cosas, la inolvidable lectura de El tambor de hojalata, acaso la mejor novela de Günter Grass. Emilio la tenía en su casa del barrio de Pigalle, en la vieja edición mexicana, de Joaquín Mortiz, de tapas duras; ahí descubrí a Oscar Mastenrath, el muchacho que se negaba a crecer y que hacía añicos los espejos con su voz poderosa y extraña. Después conocí a Grass; bailando, primero, en Las Vistillas de Madrid, cuando vino a presentar El Rodaballo, y era aún un joven de cincuenta años, más o menos, y conservaba la arrogancia del triunfador literario, que cuando se encerraba perdía ese glamour para ser, tan solo, un luchador del lenguaje, un buscador de palabras que le permitieran seguir buceando en el interior de una memoria atormentada que se parece, en cierto modo, a aquel Oscar que tanto le sirvió para retratar el tormento de su país.

Creo que Grass ha seguido siempre siendo el mismo incordio, y ha seguido incordiando. Ahora ha escrito un poema sobre la posibilidad de una confrontación nuclear, creada por el armamento de que disponen Israel e Irán. Y la que se ha armado, como si Grass tuviera que purgar siempre que una vez estuvo en las filas del nazismo, cuando tenía dieciséis años, y eso le impidiera, también para siempre, opinar sobre lo que ocurre, sea en literatura o sea en pintura o sea hablando con alguien en un bar.

Esta polémica me llevó a su casa, mentalmente, y eso es que lo quería contar.

Günter Grass tiene un estudio al lado de su casa, en Lübeck, Alemania. Hasta allí va cada mañana desde su casa campestre, a unos pasos. Camina con sus zapatos viejos y grandes, la pipa en la boca, casi apagada, va encorvado, pensando, mira al suelo lleno de hierbas salvajes, abre la puerta del cobertizo y allí se pone a trabajar como un orfebre. Pintura, dibujo, novela, poemas; su letra es grande y espaciada, pero incomprensible, y sus dibujos son concienzudos, como los trabajos de un escolar preocupado. Alterna cada una de sus artes como si tuviera juntas varias personalidades que le permiten seguir siendo como el Oscar que lleva dentro.

Antes de sentarse en ese taburete alto en el que escribe bajo la sombra de un aguafuerte de Goya tiene la costumbre religiosa de leer sin desmayo la prensa del día, generalmente el Frankfurter Algemeine Zeitung, y es esa información, la que le viene del mundo, la que luego le conmueve para sus poemas o para sus novelas, pero la escritura es minuciosa, como si subrayara con su propia memoria los afectos y desafectos que le vienen del mundo. Si hace narrativa, generalmente es memoria lo que le viene, y si hace poema (así es la vida) es la actualidad lo que le mueve.

Cuando escribió Pelando la cebolla, a la que ahora todo el mundo acude para llamarlo nazi o antisemita, repitió algo que dijo muchos años antes: cómo se hizo, siendo un adolescente, de las filas de Hitler; lo explicó en un libro anterior, lo había contado en unas declaraciones que hizo a una radio de Berlín en los años 50, es la sustancia de sus confesiones más reiteradas, pero entonces (en los años 50) nadie hacía caso de esas cosas, de modo que lo dejaron pasar..., hasta cuando convino.

Sus poemas y sus novelas son antifascistas, eso está claro, pues son humanas, novelas humanas, ayudó a Willy Brandt a reconciliar Alemania con Alemania, y ayudó a entender el embrollo que vino después de la guerra mundial, entre culpas explicadas y culpas inexplicables. Ahora, con esa sabiduría urgente que le da la experiencia, decidió publicar un poema en el que explica lo que cree: que no debe tentarse la suerte nuclear, y que dos países, Israel e Irán, compiten por la fanfarronería de exhibir la posibilidad de la violencia.

Entonces han tronado contra él como si él mismo fuera la bomba que denuncia. Imagino que él estará, en su casa de Lübeck, o donde esté ahora, pelando la cebolla de la memoria, recordando cómo fue recibida aquella confesión suya, esa memoria que tantos comparten pero que a nadie autoriza a tachar la moral de su historia. ¿Tiene derecho a decir? Claro que sí. Y tiene derecho al respeto que se le debe a su palabra, estés o no estés de acuerdo con su bulliciosa mente de hombre que se acerca a la actualidad y escribe un poema con lo que su corazón le dice a su memoria.

Pues lo que le han dicho ahora es que se calle, que no diga nada, que no tiene derecho. A él le gusta mucho el cuento El rey está desnudo. Y lo que ocurre ahora es que ha contado ese cuento y han querido, otra vez, mandarlo al rincón de los niños castigados porque no quieren crecer o porque dicen a destiempo lo que nadie quiere escuchar. Volveré a aquel Tambor de hojalata que me dejó Emilio para que lo leyera y quizá así entenderé la razón del grito de aquel niño que rompía cristales con la voz.