Más que antológica, es retrospectiva la colección de Yolanda Graziani que se exhibe en el edifico Miller del parque de Santa Catalina. Hay piezas representativas de la andadura de medio siglo desde que ganó en 1962 la X Bienal de Bellas Artes de Las Palmas de Gran Canaria, pero no se incluye la producción más reciente. La primera sorpresa deviene del espacio acondicionado por el Ayuntamiento para manifestaciones plásticas. Es espléndido por amplitud, sobriedad y posibilidades de distribución según el carácter de las muestras. En horas diurnas, la luz natural entra cenitalmente pero matizada en beneficio de la verdad cromática de las obras. Los muros y paneles neutros y el desahogo deambulatorio favorecen los ángulos de contemplación en atmósfera propicia al silencio. Solo plácemes merece este nuevo equipamiento cultural, que no solo se afirma como la mejor galería de la ciudad en un solo plano, sino que abre prometedoras opciones de polivalencia.

El segundo impacto llega de la propia presentación, ordenada desde las referencias biográficas y fotográficas de Graziani, con escuetas leyendas en los muros, hasta la precisión de sus momentos creativos más característicos, con informativos rótulos para cada pieza. Es, a todas luces, una muestra cuidada al detalle. Denota la respetuosa aproximación a una artista madura, presencia constante de la plástica canaria, que, en paralelo con la admirable antológica de Jane Millares en el Centro San Martín, merece la estimación de conjunto. De manera probablemente fortuita, ambos espacios coinciden en el homenaje a dos mujeres extraordinarias.

Graziani es paradigma de una búsqueda indesmayable a partir del autodidactismo original. Siempre abstracta, la problematización de sus formas responde a un psiquismo complejo, desazón del pensamiento y las emociones que necesita exteriorizar su conflicto en un imaginario no menos conflictivo. Entre la aspereza del negro y el desinhibido colorismo, las superficies esmaltadas o rugosas, los motivos atormentados o amables, su pintura describe contradictoriamente la inestabilidad del entorno y la colisión insuperable del yo y el ello, una tesis del malestar de la cultura en contextos hostiles. Los iconos enterizos o proliferantes reflejan obsesiones gritadas en la mancha o abiertas al puro azar. La belleza convive con el feísmo, la grandeza con el detalle y la exaltación con la crítica. Este psicologismo dialéctico no podía elegir otro lenguaje que el de la pintura. Dramática y entera, la aventura creativa de Yolanda Graziani se entiende bien en el relato de esta exposición.