Dentro de seis años, la Escuela Luján Pérez cumplirá cien. No es común esta longevidad en un ente privado que ha vivido de sus propios recursos, con muy escasas aportaciones públicas y, durante seis o siete décadas, sin personalidad jurídica susceptible de titularizar subvenciones. Las debilidades que solemos achacar a la sociedad civil quedan desmentidas por estas fortalezas espontáneas que, sin gesticulación reivindicativa, sobreviven a todas las crisis. La recia pasta de la Luján y la validez de su método explican que, a día de hoy, sean unos 180 los grancanarios que allí aprenden a dibujar, pintar o modelar, sucediendo en su aula a muchas generaciones de aprendices. La nómina es apabullante. Figuran en ella la práctica totalidad de los artistas canarios que han descollado desde 1918, año fundacional, junto a varios miles de conciudadanos anónimos que nada más -y nada menos- buscaban en el arte una vía de expresión o un ocio noble. La relación de directores y profesores que los formaron, con más altruismo que estipendio, es igualmente insigne. Nunca podremos pagar los servicios de tantos idealistas.

La Luján cuida mucho a sus artistas. Un clásico de la casa es Manolo Ruiz, que cuelga estos días cuadros recientes en la sala de exposiciones cedida, como el resto del espacio, por la Real Sociedad Económica de Amigos del País. Ruiz empezó allí a los 14 años. Medio siglo después ha probado todas las experiencias de la modernidad en trayectoria dirigida por su propio albedrío, ajeno a grupos y capillas con liberalidad comparable a la de la propia Escuela, academia antiacadémica donde las haya. Esa libre percepción es característica de un ente que, más que enseñar técnicas, conduce al artista potencial en el descubrimiento de su propia creatividad. La rica y plural trayectoria de Ruiz describe idóneamente el sistema.

Sus cuadros de ahora, agrupados como Elogio de lo trascendente, son una inmersión espiritualista con el pan como motivo central, y también el vino, formas eucarísticas básicas. Fueron realizados en el monasterio benedictino de Santa Brígida, donde halló el pintor la soledad y el silencio idóneos para meditar un símbolo interiorizador, una forma representativa de la desnudez del alma que pugna por encontrar su energía esencial a espaldas de toda mundanidad. El nexo fueron los panes del refectorio monástico, que activan la imaginación de Ruiz en el hallazgo de esencias pictóricas tan austeras como el propio objeto representado. Su expansivo colorismo, también presente en cinco visiones de un "taller de pintor", se repliega en tonalidades oscuras y densas. Las masas ganan texturas con relieves matéricos y la dicción se hace más intensa que nunca. El antiguo alumno regresa a la Escuela convertido en maestro. Un bello símbolo.

Z Exposición. Elogio a lo trascendente, de Manuel Ruiz.

Z Lugar: Real Sociedad Económica de Amigos del País.

Z Tiempo: 25 de junio - 9 de julio